Acabe como acabe el proceso de destitución de Dilma Rousseff -y todo indica que acabará mal para la presidenta- Brasil se asoma a un abismo político. En poco tiempo aquel país ha pasado de ser una potencia emergente y un motor económico de América Latina a uno de los más castigados por la recesión, con poca capacidad para la reacción. Y, lo que también es dramático, con una sociedad netamente dividida. Tras la votación de la pasada madrugada a favor del impeachment vienen ahora al menos seis meses de inestabilidad política. Acosado el país por la crisis económica Rousseff ha dilapidado la herencia que dejó su antecesor Lula da Silva.

Sin embargo, lo paradójico del caso es que a la presidenta se le quiere echar oficialmente por recurrir a prácticas poco ortodoxas para equilibrar el presupuesto cuando el parlamento que ha votado en su contra es uno de los más corruptos del mundo y cuando el instigador de la operación, el oscuro presidente de la Cámara, el evangelista Eduardo Cunha, tiene una causa abierta por la Fiscalía, por corrupción y blanqueo de dinero vinculado al mayor escándalo brasileño, a la red de sobornos de Petrobras, y su nombre aparece además en los papeles de Panamá.