Nadie quiere un brexit caótico, pero la prórroga corta --dentro del mes de mayo-- que desde el Consejo Europeo se ha planteado a la primera ministra Theresa May, con la condición ineludible de que antes del día 29 apruebe el Parlamento de Westminster el acuerdo de divorcio amistoso alcanzado en noviembre, pone las cosas francamente complicadas. Hay varias razones para temer lo peor, y en primer lugar la más que previsible derrota de May en los Comunes por tercera vez, una posibilidad que conduce directamente a un brexit sin acuerdo, algo que la mayoría de la Cámara rechazó, o una compleja solución intermedia, quizá una prórroga con una fecha de caducidad posterior a las elecciones al Parlamento Europeo. En ambos casos, el efecto en el funcionamiento de las instituciones europeas se traduce en un mar de incógnitas, sometidos los Veintisiete a incertidumbres que nadie es capaz de despejar, agujeros negros que agrandan la envergadura del disparate de David Cameron al convocar el referéndum de 2016 y la frivolidad de los partidarios de la ruptura mediante una negociación llena de improvisaciones.

Hasta ahora ha fracasado por completo la táctica de May de apurar los plazos para quebrar la voluntad de los brexiteers y de los unionistas irlandeses, única forma de lograr la aprobación en los Comunes del acuerdo con Europa. Y no hay indicios de que la situación pueda cambiar en los próximos días salvo que el temor a un descalabro económico a causa del divorcio obligue a todos los implicados a recapacitar.