El acuerdo in extremis alcanzado por el Reino Unido y la Unión Europea aleja de momento el espectro de un brexit a las bravas, pero no despeja por completo el futuro. No solo porque los unionistas norirlandeses no lo apoyan, sino porque está por ver si el primer ministro, Boris Johnson, cuenta con mayoría en la Cámara de los Comunes para sacar adelante el compromiso, requisito clave para que, el Parlamento Europeo lo apruebe, algo que está garantizado.

Cuanto se diga mañana en Westminster vendrá condicionado por la perspectiva de un adelanto electoral, la posibilidad de que laboristas y liberales, con algunos apoyos ocasionales, exijan al premier una ratificación del acuerdo mediante referéndum y, en última instancia, porque las posibilidades de Johnson de salir airoso de unas eventuales elecciones anticipadas pasan por superar con desahogo la prueba en los Comunes. La idea expresada por Jean-Claude Juncker de que no hay razón para una nueva prórroga refleja el sentir en el Consejo Europeo, que desde ayer se reúne en Bruselas.

El clima de resentimiento y las peleas de familia que se han adueñado de la política británica justifican la prudencia. Visto que desde junio del 2016 el brexit es un factor divisorio en una sociedad partida en dos por el impulso atizado por el populismo y la decepción de cuantos fiaron su futuro en la UE, es también aventurado suponer que no surgirán obstáculos durante el periodo transitorio. Las garantías iniciales obtenidas sobre la frontera blanda entre las dos Irlandas y el mercado único, la compensación británica de unos 50.000 millones de euros y los derechos adquiridos por los ciudadanos británicos en la UE y viceversa son solo un primer paso positivo.