La burocracia, ese mal enquistado en las administraciones públicas del que nunca se han podido librar ni empresas ni ciudadanos particulares va a más en la era del covid-19. De hecho, la crisis generada por la pandemia pone en evidencia la escasa fluidez del trabajo en cualquier escalón, especialmente en los niveles autonómicos y estatales.

La aplicación de herramientas como los ERTE como respuesta a las graves repercusiones económicas y laborales de la súbita llegada del virus ha dejado al descubierto las carencias de personal para la tramitación de los expedientes, que han llegado en avalancha a las ventanillas oficiales, colapsando los recursos disponibles y generando retrasos en los pagos que han supuesto dificultades serias a las familias menos favorecidas, más dependientes del ingreso del sueldo.

La aprobación del Ingreso Mínimo Vital (IMV) ha supuesto una vuelta de tuerca sobre esta situación, en torno a la que los responsables de la gestión pública tienen la oportunidad de habilitar soluciones, tanto con la mira en la vieja normalidad como en la nueva que está a punto de arrancar ahora.

La dependencia, olvidada o al menos maltratada, las listas de espera quirúrgica y para las consultas de especialistas y el eterno colapso judicial son otros aspectos que completan el abanico de una vida pública, la que toca la vida cotidiana del ciudadano que paga religiosamente sus impuestos, que está lejos de cumplir con su función, con su responsabilidad de un modo eficiente. Aquí también queda mucho por hacer.