Se cumple ahora un año desde que inicié la publicación mensual de esta serie de escritos, agrupados bajo el paraguas común de mis inquietudes como europeo. Quizá sea un momento adecuado para reflexionar sobre lo mucho que ha cambiado el mundo en tan corto lapso de tiempo. Un ayer que resulta lejano, lejanísimo. ¿Cuáles eran las claves principales que guiaban la sociedad de entonces? ¿Se percibía que las circunstancias del momento eran adecuadas para que el proyecto de vida en común de los ciudadanos tuviese solidez suficiente para construir un futuro esperanzador?

Hace doce meses, los europeos andábamos algo desorientados, a causa de la salida de los británicos de la Unión, y bastantes desunidos, por la incapacidad de encontrar una respuesta enérgica y unánime ante las grietas que abrían algunos de los países del este del continente, como Hungría y Polonia, con su escaso respeto a los valores democráticos esenciales en el proyecto europeo, tales como la separación de poderes, libertad de expresión y laicidad.

Bien es cierto que, tres meses más tarde, la Comisión Europea lanzó uno de los más trascendentes de su historia, el Pacto Verde europeo, dicho con mayor precisión: el Sustainable Europe Investment Plan , una respuesta radical y convincente, a mi juicio, para combatir la emergencia climática y la grave contaminación que sufría el mundo y que amenazaba su supervivencia. Un proyecto donde la ciencia y la investigación ocupaban el lugar central que les corresponde en su misión de servicio a la humanidad.

Mientras tanto, hace un año, el mundo se tornaba cada vez más tenso, incluso, algunos empezaban a encontrar similitudes con los años treinta. El presidente Trump amenazaba la convivencia con bravuconadas diarias, alimentadas con ideas racistas y provocaciones execrables tanto a la parte más digna como a la más humilde de sus conciudadanos, a la par que extendía su tono chulesco a la guerra comercial con otros países y sus insultos se hacían habituales cuando aludía a numerosos líderes de otros Estados; especial era su fobia si se refería a los que habitamos Europa.

De repente todo cambió. Un virus desconocido se extendió con rapidez por todo el Planeta. En un suspiro, nuestro mundo había desaparecido. Desde entonces la supervivencia y la resistencia se han convertido en los principios que rigen la vida y condicionan todo lo demás. Como en las epidemias dramáticas acaecidas en la Historia, el miedo al contagio se traduce en cifras: decenas de miles de muertos y más de medio millón de infectados en España, por no ir a horizontes más lejanos. Los datos económicos, aunque su dramatismo no deba compararse con los anteriores, no son mejores. De golpe, somos más pobres, con la mayor caída del PIB (una forma simple de medir la riqueza global que produce el país) jamás vista y negros nubarrones amenazando el empleo. Lo que no ha cambiado en este periodo ha sido la forma de relacionarse los políticos, su negación a colaborar unos con otros, su incapacidad en buscar acuerdos, incluso, cuando su necesidad es perentoria. La imagen goyesca del Duelo a garrotazos no la ha modificado ni un ápice el maldito virus.

Cuando empieza a haber expectativas más allá de sobrevivir, cabe preguntarse si de tanto dramatismo se ha extraído alguna conclusión. Unos datos para la esperanza, en primer lugar. La vacuna salvadora se adivina cercana, millones de dosis dentro de pocos meses, gracias al internacionalismo de la investigación científica. El fin de la era de Trump también toca a su fin, con lo que de apaciguamiento en las relaciones mundiales puede significar. Todos los indicadores adelantan que el año próximo puede traer un periodo expansivo en la economía europea y de recuperación de una parte del nivel de vida anterior a la crisis sanitaria.

¿Qué lecciones podríamos aprender los europeos de tanto daño sufrido? De dos tipos, por ser sintético. Una se refiere a la reafirmación de que hace falta más Europa . Que en su unión encontremos los remedios que necesiten los grandes males que puedan venir. Cada país por separado es insuficiente, cuando no insignificante. A Europa bien puede aplicarse aquel eslogan que afirmaba que la Unión hace la fuerza . No hay otra salida mejor que el reforzamiento político de la Unión Europea (sobre todo, sin la rémora británica). Aprovechemos, si ciertamente ocurre, el final de la pesadilla que ha sido Trump para el mundo civilizado y democrático. La segunda lección es de carácter doméstico. Los dos mayores males que frenan el progreso de un pueblo como colectivo son la desunión irreconciliable, cuando no odio africano , de sus líderes políticos con su visceral negación del pan y la sal al adversario político, al que convierten en enemigo político, y la corrupción y el enriquecimiento irregular de sus altos dirigentes a costa de la posición que ocupan. H

*Rector honorario de

la Universitat Jaume I