Querido/a lector/a, como es sabido, el método que se utilizaba en Francia para aplicar la pena de muerte era el de la guillotina. Aparato que tuvo vigencia hasta 1977 y que, tres años después, con la abolición de la pena de muerte en la Francia de Mitterrand , pasó a ser vergonzoso recuerdo de una justicia que, el propio ministro de la época, calificó de sangrienta y asesina.

Hoy, 43 años después de la última ejecución y a 39 de la abolición, parece que el 55% de los franceses (11 puntos más que el año pasado) son partidarios de volver a instalar la pena de muerte. Datos que los ofrecen dos centros de referencia como son la Fundación Jean Jaurès y el Instituto Montaig y que, además, los reconoce el presidente Macron cuando, desde hace poco, viene denunciando en sus mítines que si la crítica es un derecho necesario y positivo, la guillotina, el cadalso o la introducción de la pena de muerte es inaceptable siempre y, especialmente, cuando se le quiere aplicar a un político por su gestión. Es decir, existe un claro cambio en la moralidad pública francesa que los centros de estudio advierten, se observa en las encuestas y en las consignas y pancartas de las manifestaciones, preocupa al gobierno y, los datos, indican que encuentra su máximo respaldo entre los obreros.

La cuestión es resolver aquello de ¿Qué pasa? ¿Por qué pasa? ¿Qué hacer?... Posiblemente que a la peña ciudadana le inunda el pesimismo que provoca seguir sufriendo problemas que están ahí, desde siempre y sin solución, deteriorando sus vidas y anunciándoles un futuro que por incierto no tiene esperanza. Un futuro sin justicia social y donde acampa el individualismo y el sálvese quien pueda. En definitiva, males que surgen de aspectos de nuestro modelo económico y social y pueden hacer cambiar la moralidad pública francesa y, como no, también la española. H

*Analista político