Ayer se despejaron uno tras otro varios de los obstáculos que entorpecían una investidura de Pedro Sánchez como presidente del Gobierno que hoy ya parece expedita con fecha de 5 de enero. El PSOE y Unidas Podemos firmaron su acuerdo de Gobierno; el PNV comprometió su voto positivo; y ERC, aunque pendiente de su Consell Nacional, mostró su predisposición a no bloquear la formación de un gobierno de izquierdas, tras conocer el dictamen de la Abogacía del Estado sobre la inmunidad de Oriol Junqueras.

Es evidente que esta decisión ha facilitado que ERC pueda decidir el sentido de su voto con menores presiones internas y externas. Pero sería equívoco concluir que la postura de la Abogacía favorable a que Junqueras salga de prisión para ejercer plenamente como eurodiputado, hasta que el Parlamento Europeo decida si levanta su inmunidad, se trata de una concesión a Esquerra instrumentalizada por un Gobierno en funciones necesitado de ella. El informe simplemente asume el contenido del fallo del Tribunal de Justicia de la Unión Europea, algo que también debería hacer, aunque no necesariamente acogiéndose a la misma interpretación, el Tribunal Supremo cuando se pronuncie, como pronto el día 7.

Resulta difícil ya dudar de que en esa fecha Sánchez habrá sido investido como presidente: no parece verosímil que los cuadros de ERC rechacen la abstención que permitirá que gobierne la mayoría de izquierdas salida de las urnas en lugar de unir su voto negativo a los de PP y Vox. Menos cuando, tras la Ejecutiva de ayer, su portavoz mantuviera que haber conseguido el reconocimiento de que debe haber una solución política para Cataluña a través de una mesa de negociación es «una oportunidad que se debe aprovechar». Un primer paso para la desescalada de la tensión, a la que no parece dispuesto a contribuir Quim Torra, que en lugar de un discurso institucional de fin de año como presidente de todos los catalanes pareció no representar ya ni siquiera a la totalidad del Govern, al dedicar sus palabras a responder a ERC (y quizá a parte de su propia formación política), al mostrar su negativa a «caer en la trampa» de cualquier diálogo que no pase por reconocer la autodeterminación y reiterar que no acatará una sentencia que lo inhabilite.

La investidura de Pedro Sánchez, con todo, no asegura una gobernabilidad fácil, a pesar de que el presidente en funciones confíe en que no será imposible. Un primer paso para ello es el acuerdo (este sí un compromiso expreso) con el PNV. El propósito de Sánchez de alcanzar acuerdos ley por ley no será viable si requiere contar únicamente con el concurso de las fuerzas que facilitarán su elección. Será necesario en más de un caso abrir la mano a los acuerdos con PP y Ciudadanos, una operación no exenta de dificultades. La primera de ella, la posibilidad de hacer compatibles estos gestos con la cohesión de un Ejecutivo compartido con Unidas Podemos. Y sin olvidar la cerrazón de un PP que sigue amenazando con la estéril judicialización de cada aspecto de la vida política.

La formación de un Ejecutivo es imperativa para acabar con un periodo inaceptablemente largo de provisionalidad. Pero se trata además de un Gobierno con un programa determinado, aunque sea genérico, y un compromiso de estabilidad y colaboración, el que ayer rubricaron Sánchez e Iglesias. Los resultados favorables a una mayoría de izquierdas en los sucesivos comicios justifican que, más allá de un acuerdo para cerrar el paso a la derecha, se plantee una batería de propuestas que responde a las inquietudes del electorado de PSOE y UP. Medidas de control del mercado de alquiler, aumento de la presión fiscal sobre las rentas más altas y revisión de la reforma laboral, de efectos que se deberán calibrar cuidadosamente en algunos aspectos pero que resulta difícilmente objetable, por ejemplo, en lo referente a los despidos por bajas médicas. Iniciativas que se deberán pactar, negociar y aplicar. En definitiva, hacer política, que es lo que reclama imperativamente el futuro del país.