La crisis de confianza entre la judicatura y la ciudadanía por la sentencia de la Manada deriva hacia una crisis entre el Gobierno y el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ). El ministro de Justicia, Rafael Catalá, que ya irritó la pasada semana a la judicatura al abrir la puerta a una reforma del Código Penal a raíz del controvertido fallo que no ve agresión sexual, sorprendió al afirmar que «todos saben que el juez Ricardo González (que emitió un polémico voto particular) tiene algún problema singular» y que el CGPJ «tendría que haber actuado preventivamente».

Las palabras de Catalá merecieron la repulsa de las siete asociaciones de jueces y fiscales, que solicitaron en bloque su dimisión. Sus declaraciones fueron muy graves, ya que ponen en duda la capacidad del magistrado. Además, debería haber concretado en lugar de lanzar acusaciones tan vagas. Si es cierto lo denunciado, no es aventurado dudar de la validez del juicio; si no lo es, las declaraciones son al menos irresponsables.

En cualquier caso, el CGPJ debe velar por el correcto funcionamiento del caso, que ahora entra en fase de recursos. La independencia del poder judicial es uno de los pilares del sistema democrático, pero no debe confundirse con arbitrariedad. La falta de preparación de los jueces para tratar la violencia sexual es palmaria; lo expuesto por González en su voto particular es muy difícil de defender si no es desde el corporativismo ciego. El caso Manada no ha terminado, y es imperativo que se haga justicia. Al menos, eso espera la ciudadanía.