Asociamos el verano con la felicidad. Mar, sol, ligues, viajes y bodas. Con el buen tiempo nos activamos e intentamos salir de nuestra zona de confort y soltarnos. Ese viaje a Asia tan esperado, ese baño con tiburones o ese ligue de una noche que parece que en invierno da más pereza.

Parece que nada malo puede pasar en verano. Pero no es cierto, pueden pasar cosas malas. Muy malas. El año pasado pasé uno de los peores veranos de mi vida. Tuve una tendinitis en el hombro izquierdo y me pasé medio verano en el centro de recuperación. Eso fue lo de menos. Una tía muy querida murió de repente al sufrir un ictus. Murió dejando a mi familia sumida en la tristeza y bloqueada. La gente no sabe qué decir ni tú sabes cómo afrontarlo. Una mujer joven y sana desaparece de nuestras vidas así, de golpe.

Nuestra sociedad no nos preparara ni para nuestra muerte ni para el fallecimiento de nuestros seres queridos. Un día te despiertas y tu mundo es otro. En menos de tres días tiene que estar todo arreglado. Busca un féretro, escribe una esquela, piensa en el guión de la misa, haz medio millón de trámites y llama a todos sus conocidos. El jaleo es importante. Te tienes que mostrar fuerte delante de desconocidos que te hablan de burocracia y saludar a gente que no sabes ni quién es. Luego nuestro duelo solo puede durar un par de días. Ese es el tiempo que te permiten faltar al trabajo para organizarlo todo.

¿Muere mi madre y tengo solo dos días para asumirlo y si me caso me regalan dos semanas para celebrarlo? Una de dos: O aprendemos a celebrar la muerte para superarla en dos días o damos tiempo a las personas para vivir su duelo dignamente. Yo voto por la segunda opción.

*Periodista