Así es como se titulaba una sección de la revista Triunfo, luego convertida en libro, donde el periodista Luis Carandell recogía algunas situaciones confusas, a menudo hilarantes, que propiciaba la convivencia peninsular durante el desarrollismo. Una vitrina donde se exponían casos reales, anécdotas y perlas carpetovetónicas varias, como la de aquel anuncio que decía: «Se vende rebaño de cabras con o sin cabrero». Visto lo visto, pues, las elecciones del 26-J, encuestas incluidas, merecerían una balda de honor en el museíllo de Carandell, entre otras razones por la disyuntiva que se les presenta a algunos: o la abstención o terceras elecciones. Como cagar un ladrillo, con perdón.

Cada uno puede votar lo que le salga de la boina, faltaría más, pero ¿cómo se explica que uno de cada cuatro españoles se haya decantado por el partido de los sobres y el Luis, sé fuerte? Por una parte, el miedo, vale -un pelín más de autocrítica, señor Pablo Iglesias-, pero también el muy hispano proceder del a mí, plin. “Ándeme yo caliente y ríase la gente”, cuánta verdad en la sátira de Góngora.

En el fondo, es como si el tiempo permaneciese estancado en el cinismo y las sonrisas melladas del barroco, en el racimo de uvas que el ciego se zampaba de dos en dos y el Lazarillo de a tres. Cuando han venido mal dadas, no ha quedado otro remedio que largarse de aquí, ya fuera en el galeón a expoliar las Américas o en tren a las fábricas alemanas.

Lo que siempre queda es la tontuna del mal de muchos, el consuelo de que en el norte también se cometen estropicios, como el patinazo de los ingleses con el brexit. Esto es lo que sucede por dejar la política en manos de filibusteros populistas como Boris Johnson, tan listo y tan torpe. Se avecinan meses de rechupete, sí. Ya solo falta que, a la vuelta del verano, pegue la remontada ese otro rubicundo lenguaraz a quien tanto se parece, el de las trumpetas xenófobas del apocalipsis. H