La imagen oprobiosa que devuelven algunos de los espejos en los que se mira la Unión Europea debería ser razón suficiente para corregir una política manifiestamente injusta con quienes huyen de las guerras, las hambrunas y la falta de trabajo. La situación en la isla de Samos resume qué resultado ha dado la apertura, en Grecia y Turquía, de campos de refugiados políticos y migrantes por razones económicas: lo que debían ser lugares transitorios de paso han acabado siendo auténticos contenedores de seres humanos obligados a vivir en una inaceptable precariedad.

Aunque durante la campaña electoral de las europeas proliferaron las defensas más o menos entusiastas de la solución dada por Europa a la crisis migratoria, entre ellas la de Josep Borrell, no es exagerado calificar el resultado final de gran desastre que exige afrontar una reflexión moral colectiva. Aplazar varios años la resolución de los expedientes de acogida es negar el futuro a multitudes movilizadas en sociedades exhaustas; la decisión de muchos políticos de someterse a la actitud refractaria de opiniones públicas intoxicadas por los voceros de la xenofobia, la islamofobia y otras patologías sociales permite deducir que renuncian al cometido que se les fue encomendado. La situación en Samos y en tantos otros lugares precisa fijar una fecha de caducidad para preservar la dignidad de cuantos allí viven sin asomo de esperanza: no es ni fácil ni obvio dar con el procedimiento a seguir, pero es ineludible.