El seísmo catalán ha sepultado en los últimos tiempos cualquier signo de vida política más allá del procés, pero los otros problemas de España, evidentemente, no han desaparecido. Y uno de los más graves es el de la corrupción, ante el que no cabe ningún tipo de resignación. El PP sigue estando en el ojo del huracán, con innumerables casos que deterioran gravemente su credibilidad y -lo que es mucho peor- la confianza de los ciudadanos en los partidos y las instituciones.

El caso Gürtel es una hidra de cien cabezas, y ayer deparó una revelación de mucho calado: el jefe de la UDEF, el inspector Manuel Morocho, dijo en el Congreso que, «indiciariamente», Mariano Rajoy fue uno de los perceptores de fondos de la caja b del PP, nutrida con generosas aportaciones de beneficiarios de adjudicaciones de la Administración. Y el excomisario José Antonio González denunció presiones para no investigar las irregularidades de la Gürtel. Son acusaciones muy graves, provenientes de funcionarios a los que no se les supone interés partidista. Cuando el conflicto catalán tenga una fase de reflujo, la lucha contra la corrupción deberá concentrar la luz de los focos. Nadie ignora que el problema es profundo. Ni siquiera José María Aznar, que, pese a su habitual altivez, ha dicho que las irregularidades en su partido le causan «mucha perplejidad y dolor», aunque no ha esbozado nada parecido a una disculpa que tarde o temprano su partido deberá efectuar. Sin que eso frene la acción de la justicia, naturalmente.