He coincidido, en la terraza de un hotel, con una pareja más joven que yo. (Naturalmente. Mientras no se diga lo contrario si hablo de alguien, siempre le ganaré en años). Sigo. Una pareja en la madurez. Él era un hombre del mundo de los negocios, un emprendedor culto que cuando supo que escribía con una vieja Olivetti decidió poner en marcha la operación cintas. En la pantalla de su móvil hallaría la madriguera donde se esconden. De ella, su mujer, me sorprendió cómo hablaba. Con algo más de lentitud que la mayoría de la gente. Perfecta entonación, frases perfectamente construidas, gestos tranquilos. Sus comentarios eran sedantes, cada frase acababa con un punto.

Qué contraste con aquellas explicaciones que son una acumulación de palabras que antes de concretar nada ya saltan a otra frase. Me hacía pensar en un programa de televisión en el que la mayoría de concursantes se presentaban precipitadamente mezclando datos y deseos. El orden y el ritmo son fundamentales para establecer una buena comunicación. Las intervenciones de aquella señora en nuestra conversación eran relajantes. Como sabía escuchar, sabía introducir en la tertulia el comentario oportuno, breve y preciso.

Pero este autocontrol, espontáneo o resultado de una disciplina, pienso que debe de ser muy poco frecuente. Una de las pruebas es la velocidad con que disparan palabras los participantes en un concurso televisivo. Lo que dicen suena así: “Go zagozaystudio medicina”. Es admirable que el presentador descifre tanta contracción y para que quede claro lo traduce. “Vengo de Zaragoza y estudio Medicina”.

Parece que sea difícil hablar relajadamente, que en el fondo es la demostración de que sabemos pensar relajadamente. Ya sé que es bastante frecuente la precipitación y que, tal vez, sería considerada una impertinencia pedir a alguien que nos haga el favor de hablar de forma menos excitada. “Es mi manera de hablar”, pueden decirnos. En la escuela se debería enseñar el ritmo verbal. H

*Escritor