En cualquier calle de España. Sentado en una silla a la entrada de una casa. Más bien un cortijo. Grande. Muy grande. Huele mal. Las pocilgas están ahí al lado. El hombre saluda, afable. Pero apenas habla. Despacha con los que se le acercan. Unos entran. Otros salen. Hacen negocios. Se enriquecen. De él no se sabe muy bien a qué está. Pero está. Calla. Consiente. Bendice. Cobra…

A veces, el tiempo le es favorable. También la calle. Entonces, sin moverse de su sitio, sin dejar de controlar la puerta del cortijo, clava su mirada al frente. Y parece contento. Porque siente que la finca se ha hecho más grande. Que abarca más allá de su mirada. Más poder. Más dinero. Cuando llegan los nubarrones, se mueve unos centímetros. Lo justo para hallar cobijo. Cree que ese rincón es un buen sitio para aguardar a que amaine la tormenta. Con un poco de suerte, las aguas no bajarán con demasiada fuerza. No conseguirán que su silla se tambalee. Tampoco llegarán a entrar en el cortijo. Solo es cuestión de esperar. De volverse invisible. De dejar que esos que rondan por la calle acaben tomando direcciones distintas, que se rindan.

Lo peor de este hombre no es su oscuridad, ni su rendido servicio a un cortijo que hiede. Lo peor es que haya sido presidente de España cuatro años. Y que, si no hay talla política ni responsabilidad ni sentido de Estado, pueda volver a serlo. H

*Periodista