La ratonera del covid-19 está en estos días en cientos de barrios de la geografía española, más o menos pequeños, más o menos conformes, que afrontan la segunda ola del virus con ánimos divididos. En Vallecas, pero también en Salt o Son Gotleu, en Palma, los vecinos confinados se preguntan por qué son ellos y no otros los que deben aislarse, y suman nuevas cruces en la lista infinita de agravios. «Lo hacemos para protegeros», dicen los responsables de salud, y claro que protegen, pero van tarde, porque el problema es de origen, es el hacinamiento, la falta de viviendas en condiciones, de espacios abiertos públicos, de planes B para que las familias se apañen ante una dificultad sobrevenida.

Los indicadores de ahora de la pandemia, el número de contagios por habitante o la lista de colegios con grupos burbuja infectados, se pueden superponer fácilmente a la realidad permanente de los barrios.

Cómo no va a estar la gente alborotada. La pandemia llegó y no vemos claro el fin del túnel, esa vacuna que nos librará en pocos meses de las mascarillas, pero que no sabemos cuánto más tardaremos en recuperar el mercado laboral y en hacer más justos los alquileres que no han bajado precios pese a los efectos económicos de tanto erte y cierre de negocios.

La carrera científica por encontrar una vacuna corre pareja a la que protagonizan políticos, legisladores y entidades sociales comprometidas con la lucha por una vivienda digna. Las moratorias a los desahucios se han acabado y los rebrotes de personas sin hogar están a la vuelta de la esquina en un otoño que millones de personas viven ya como una ratonera. H

*Periodista