Después de 13 semanas de protestas, es improbable que los líderes de la movilización en Hong Kong se den por satisfechos con la retirada de la ley de extradición, anunciada el pasado miércoles por la primera ministra, Carrie Lam. Al mismo ritmo que se ha llenado la calle han aumentado las reclamaciones, en especial el reconocimiento en la excolonia del sufragio universal para acabar con la tutela de China sobre los procesos electorales. O lo que es lo mismo, la movilización pretende hacer realidad el principio que establece un país, dos sistemas en el plano político de igual forma a como lo es en el económico; pretende, en suma, acotar la sujeción de los gobernantes de Hong Kong a los dictados de Pekín.

Ni el coste económico de la indignación popular ni la devaluación de Hong Kong a medio plazo como gran mercado financiero son datos suficientes para sofocar la revuelta. Como en 2014 con la crisis de los paraguas amarillos, sí es concluyente para mantener la tensión el miedo a que el Gobierno chino pretende reducir los usos democráticos a una formalidad. En última instancia, el presidente Xi Jinping y los inspiradores del levantamiento coinciden en una sola cosa: del desenlace de esta crisis depende que Hong Kong siga teniendo perfil propio o se atiene al modelo de capitalismo sometido al Partido Comunista que ha hecho de China una gran potencia global. Un asunto que no quedó cerrado en el momento de la descolonización, pero que es trascendental para el futuro del pequeño enclave.