La conmemoración del 70º aniversario de la fundación de la OTAN se ha traducido en la cumbre de Londres en un cruce intempestivo de reproches en el que han sobresalido las figuras de Donald Trump y Emmanuel Macron, representantes de dos concepciones divergentes de la Alianza Atlántica. Mientras para el presidente de Estados Unidos el primer asunto a debatir es el aumento de la contribución europea, la cuestión prioritaria para el de Francia es definir de nuevo cuño la estrategia atlantista frente a la amenaza del terrorismo. El planteamiento estadounidense parte de la premisa de que los europeos son los principales beneficiados por la existencia de la OTAN y deben allegar más recursos a la defensa común; la crítica francesa responde a la impresión de que la OTAN sufre una segunda crisis de identidad. La primera fue la que siguió a la desaparición de la URSS y a la liquidación del Pacto de Varsovia; la presente tiene que ver con la ineficacia de la organización para responder a nuevas amenazas que escapan a la concepción clásica de la defensa a gran escala.

En un clima mucho peor al que era de prever cuando Trump llegó a la Casa Blanca, la sola idea de que la Unión Europea promueva la creación de alguna organización militar autónoma ha contribuido a enrarecer la atmósfera y ha dado alas a la heterodoxia provocativa de Erdogan. Si a todo ello se suma la decisión de Trump de marcharse de Londres sin hablar con la prensa, presuntamente agraviado por varios compañeros de cumbre, solo cabe concluir que la OTAN ha abundado en una arriesgada imagen de desunión.