Albert Rivera anunció al día siguiente de la debacle electoral su dimisión como presidente de Ciudadanos (Cs), su renuncia al escaño y su abandono de la política. Es la reacción que cabía esperar de un líder que igual que levantó un partido de la nada en Cataluña hace 13 años y lo elevó después en toda a España a tercera fuerza política, lo ha hundido hasta convertirlo en el sexto grupo parlamentario, con una pérdida de 47 diputados y dos millones y medio de votos. Rivera se despidió con un discurso bien construido, emotivo, personal y personalista, en el que no dijo ni una sola palabra que explicara el descalabro del partido. Ni un gramo de autocrítica; al contrario, reivindicó sus principios, se reafirmó en su ideología y no renegó de la errática estrategia que ha llevado a Cs casi hasta la disolución.

El hundimiento de Ciudadanos, sin embargo, es la consecuencia de esa estrategia profundamente equivocada de querer ser el nuevo líder de la derecha española desbancando al PP y de rechazar cualquier entendimiento con el PSOE. Los 57 diputados conseguidos por Cs en abril confirmaron a Rivera en la creencia --porque el giro se había iniciado antes--, de que ese espejismo era real y, cuando podía haber gobernado con Pedro Sánchez con una mayoría de 180 diputados, renunció a ello e incluso a facilitar la investidura. Los electores que habían votado en abril a Cs no solo lo han culpado de la repetición de las elecciones, sino que han comprobado que su partido era inútil en términos de gobernabilidad. El resultado ha sido que de cuatro millones de votos ha pasado a millón y medio.

La mayoría de las fugas se han producido además hacia Vox, un partido que sustituye a Cs en la posición más extrema sobre el conflicto de Cataluña y que ha comenzado a arañar votos de la izquierda. Se inicia así en el caso de Vox lo que lleva años ocurriendo en Francia, donde la mayoría del electorado popular que hace décadas votaba comunista o socialista respalda ahora a Marine Le Pen. La situación que se ha vivido últimamente en Cataluña, con el cuestionamiento de la legalidad, los disturbios en las calles en protesta por la sentencia del Tribunal Supremo y el desgobierno permanente, tiene mucho que ver con la subida de Vox, pero también contribuye a su ascenso el hartazgo por el egoísmo, la frivolidad y el tacticismo de los políticos de los grandes partidos, que son incapaces de entenderse y afrontar sus responsabilidades.

Vox ha engordado también por el blanqueamiento de su imagen y de sus tóxicas propuestas efectuado por los partidos de la derecha, pactando con los ultras de forma explícita o vergonzante. Este es el peor camino para enfrentarse al crecimiento de la extrema derecha y es urgente rectificarlo para no repetir los errores cometidos en otros países. El PP puede aparentar estar muy satisfecho porque tiene 22 diputados más y ha reducido a 32 la distancia con el PSOE, pero Pablo Casado no puede ignorar que Vox se ha quedado a solo 36 escaños de alcanzar al primer partido de la derecha. Ese es el verdadero peligro.