Hace mucho tiempo que la cultura y la precariedad van de la mano. Diría que parte de la sociedad ha aceptado el binomio como irremediable. Diría también que esta aceptación parte de una idea equivocada: que la cultura es elitista, hecha desde el privilegio para el privilegio, de unos cuantos intelectuales para la clase alta. Puede que me equivoque y sea solo una percepción, pero la tengo. Durante mucho tiempo la cultura ha sido entendida como lo hacen los intelectuales, la gente de la alta esfera, y no llegamos. Como mucho lo nuestro es entretenimiento, pero no es suficiente.

La cultura, me decían hace unos días, solo la hacen los ricos y los locos. Porque se ha de estar, loco, o lo deberá ser, rico, para querer dedicarte. La diferencia respecto hace décadas es que la cultura se ha democratizado, y diría que ahora somos más o menos el mismo número de ricos que de locos, o incluso un poco más de los segundos. Y como los locos se han colado, ahora la cultura es precaria, se hace también desde la clase obrera, no se llega a fin de mes. Los trabajadores culturales son tan o más clase obrera que cualquier otro sector obrero, pero todavía no se han quitado la capa elegante -invisible- de la intelectualidad, y por ello los trabajos precarios, las malas prácticas y el desprecio absoluto a la relación laboral de sus trabajadores es un hecho que la sociedad -excepto los afectados- aún no ha asumido como lucha propia.

La lucha cultural siempre se ha hecho de acuerdo con unos códigos que han sido necesarios y útiles para las sociedades. El arte reivindicativo, crítico, libre, provocador. Pero cuando se trata de defender sus trabajadores, de dignificar su trabajo y remunerarlo en cualquiera de las fases -creación, producto final, promoción, fondos de armario- todo el mundo se aparta. Los trabajadores culturales malviven y no pueden hacer planes de futuro. Quieren algo bien sencillo: vivir de lo que saben hacer. Como todo el mundo. Quizá que los escuchemos, aunque no hagan tanto alboroto.

*Escritora