Nos miraste desde la página del periódico. Apenas tienes un año, unos ojos grandes cercados por ojeras, un biberón, un muñeco de peluche y una caja de cartón. Quizá también tienes frío, pero tampoco sabes cómo se llama el frío. Ni el hambre. Ni el sueño. Ni la desesperanza. No tienes ni idea de lo que es Siria ni Europa ni Idomeni, ese campamento para refugiados en el norte de Grecia adonde has ido a parar. Junto a tu caja, una mujer muy joven, acuchillada sobre la tierra sucia, come una sopa. Quizá es tu madre. Quizá es tu hermana. Quizá te cuenta cuentos por la noche. Cuentos de alfombras voladoras, de princesas, de ogros y leones. Esos cuentos que todos guardamos para contarlos un día a nuestros hijos o a nuestros nietos. Cuentos que hacen magia, porque despiertan las risas del niño que llora o cierran los párpados del niño que no quiere dormir. Y los contamos en un susurro, respirando ese olor, esa ternura que el tiempo, celoso, se lleva. Cuentos que nos recuerdan que un día también fuimos frágiles y tuvimos una madre y una cuna y un peluche. Cuentos que siempre acaban bien, porque nadie cuenta a un niño un cuento triste.

Sí, deberíamos contarte muchos cuentos. Para que no pienses que el mundo es eso, una cuna fría que nadie quiere, una húmeda y maloliente caja de cartón. Para que, sin saber nada, lo sepas todo. H

*Periodista