Así titulaba Marco Tulio Cicerón uno de sus más conocidos escritos: De Senectute (Sobre la vejez). El jurista y filósofo romano pensaba que las dificultades de la vejez no provienen tanto de la edad como del carácter y la actitud de las personas. En cualquier caso, la vejez, la senectud, ha sido el periodo vital más duramente afectado por la pandemia. El 95% de las víctimas mortales en España tienen más de 60 años y el mayor porcentaje se sitúa a partir de los 80. La gran parte de esos fallecimientos se ha producido en residencias y ese hecho ha abierto también un gran debate sobre los geriátricos, su sentido y su función.

Como suele ser habitual, los políticos se tiran, nos tiramos, los trastos a la cabeza, discuten sobre la responsabilidad y competencia de cada cual, asumen disciplinadamente su función de chivo expiatorio, principio de todo mal y alfa y omega de todas nuestras cuitas y desgracias. Ojalá fuera así y un cambio de políticas o de gobierno supusiera el Bálsamo de Fierabrás y la solución de todos los males. Unas u otras políticas suponen, claro está, lenitivos, cambios en la buena o la mala dirección que pueden acercar o alejar soluciones temporales más o menos efectivas. Pero el problema es mucho más profundo: político, por supuesto, pero también ético y social, antropológico y civilizatorio. Afecta a nuestro forma de ser y estar en el mundo.

El maestro y amigo Henri Bouché el pasado miércoles en estas mismas páginas ya apuntaba la cuestión al hablar de cómo hemos pasado de la gerontocracia a la gerontofobia, del gobierno de los viejos a la fobia a la vejez. Vivimos, en una sociedad en la que ser joven es un valor y ser viejo una contrariedad, un disvalor. Es algo poco habitual y con pocos precedentes en otras sociedades y momentos históricos. Al que escribe este hecho se le presentó con toda su fuerza en un acto tan fútil e intrascendente como subir en un ascensor y ver colgado el consabido y habitual papel informativo solicitando un monitor para dar clases de tenis. La primera y quizá única de las condiciones era que fuera joven. Otras cualidades y competencias no importaban. Los mayores de 50 años demandantes de empleo saben de qué hablamos.

En biología se habla de neotenia para hacer referencia a un fenómeno por el cual en determinados seres vivos se conservan caracteres larvarios o juveniles después de haber alcanzado el estado adulto. Por extensión y jugando con las palabras podríamos definir nuestra sociedad como neoterítica, es decir, una sociedad aquejada por la neoteritis, que un diccionario ficticio e imaginario podría definir tal que así: «Dícese de la afección que aqueja a personas y sociedades y que les lleva a querer permanecer siempre jóvenes, lozanos, inocentes. Las perniciosas consecuencias afectan a grandes grupos humanos en los que nadie quiere hacerse cargo de sus acciones y donde se tiende a cargar toda culpa en las amplias espaldas de papá Estado».

Habrá que repensar el papel de las residencias y cómo actuaron las administraciones públicas en los días álgidos de la pandemia, pero la cuestión es más de fondo, no es tan solo un problema político, que también, sino que es por encima de todo un problema ético y social, y toca muy profundamente al sentido, al valor y a la dignidad de nuestros mayores, la presencia que tienen en nuestra sociedad y el valor que le damos a la senectud.

Senectud, por un lado está cerca de senil, que parece tener ya mucho que ver con la decrepitud, la enfermedad y la demencia, pero por otro lado nos aproxima a senado que en el diccionario de la RAE y en el segundo de sus significados es sinónimo de sensato, cuerdo, juicioso. Nuestra sociedad tiende mucho al primero de los significados y se aleja del segundo. Ahí está la clave del asunto.

*Presidente de la Diputación de Castellón