El presidente de Gobierno, en su declaración del estado de alarma, nos recordaba nuestras obligaciones morales con aquellas personas mayores que, precisamente, soportaron en gran parte las políticas suicidas de austeridad. En su discurso repitió en varias ocasiones las palabras disciplina social y responsabilidad. Pensemos un poco su relación.

Llamamos irresponsables a quienes deciden escaparse de su ciudad para ir a la costa, como si estuviéramos de vacaciones; a quienes cargan en el supermercado con todo lo que pueden, sin pensar para nada en los demás; a quienes no les preocupa si infectan o puedan infectar a los más vulnerables. Al criticar estas conductas revelamos nuestro conocimiento de un saber moral. Otra cosa es actuar de acuerdo a lo que sabemos que debemos hacer.

En esta lucha contra el coronavirus, nuestras obligaciones como ciudadanos y como personas están bien definidas, muchas veces falta la voluntad para cumplirlas. La debilidad moral consiste en esta falta de valor y empuje para superar nuestro propio egoísmo, para cumplir con lo debido. Si actuamos mal intencionadamente no es debilidad, es maldad.

Para responder de lo que se espera de nosotros, para actuar bien, hace falta disciplina, entendida como la suma de fuerza y constancia. Ninguna de estas dos cualidades, necesarias para la cooperación y la colaboración, aparecen por arte de magia. Ni se nace con ellas, ni se generan desde la presión social o la coacción policial. Son fruto de la enseñanza y del esfuerzo. Mal andamos si hace falta una pandemia para que seamos conscientes del valor de la educación, de la importancia de la formación de ciudadanos comprometidos y responsables.

*Catedrático de Ética