Ningún tiempo pasado fue mejor. Asumir esta frase corresponde a optimistas. Podemos hacerlo aunque realidades y datos lo cuestionen. Podemos y debemos hacerlo porque necesitamos una narrativa optimista de la historia. Un relato positivo del porvenir que cada generación siembra en el ahora y en el aquí. Hemos sido educados exigiéndole al paso del tiempo una idea de progreso evolutivo. Toda generación debe vivir mejor que la anterior. Pero el siglo XXI comienza a romper las costuras de unas certezas que nos reconfortaban pero, por lo visto, eran mutables. Parece bastante indudable que la idea de progreso resultante de la Ilustración dieciochesca no es infalible. Un progreso ascendente sin límites ha resultado imposible.

Nuestra propia historia contemporánea de España levanta acta de las posibilidades del retroceso. Los derechos, las libertades, los estadios de justicia social que alcanzamos colectivamente, son susceptibles de ser reversibles. Las pruebas no creo deban hallarse en los indicadores socioeconómicos ni en las estadísticas. Wilde las caracterizó afirmando que existen las mentiras, las grandes mentiras y las estadísticas. La comprobación tal vez esté en el pálpito social que desconfía del futuro.

Te convido a creerme cuando digo futuro. Así comienza una de las canciones más bellas de Silvio Rodríguez. Ya no abrazamos la idea de un futuro mejor por evolución natural o devenir lógico de la historia. Puede que la historia avance en zigzag, saltos en oblicuo, zancadas puntuales, pasos atrás o volteretas sin red. Hoy todo se ha vuelto líquido porque nuestras cabezas comienzan a calcular y reaccionar bajo la dictadura de la inmediatez.

En este país estamos perdiendo la capacidad de concertar. Quizá sea porque cinco minutos antes perdimos la capacidad de hablarnos y de escucharnos. Hablarnos con cierta esperanza de ser escuchados.

Claro que es preocupante que las posiciones ideológicamente intolerantes se rearmen y avancen. Se ha perdido el pudor democrático. El planteamiento indisimulado de propuestas que derrumban los derechos humanos ha entrado en escena. ¿Era bueno el pudor, la compostura, la vergüenza democrática? Probablemente sí. Formaba parte de una comprensión de la historia asumida a base de sufrimientos y pérdidas. Al tiempo que entrañaba la asunción de valores y principios constitucionales como oxígeno para continuar respirando. Es decir, conviviendo.

Conviviendo en un tiempo cargado de profundos cambios y desafíos. Sabíamos que las libertades, los derechos de las minorías, la integración de las diferencias y de los diferentes eran conquistas de un rincón del mundo llamado Europa. Conquistas que no formaban parte del problema porque eran parte de la respuesta que nos dimos colectivamente. Demonizar estos valores hoy se abre paso sin rubor. Lo peor no es que suceda en un país líder en tolerar como el nuestro. Lo peor es que lo hace con las bendiciones de muchos que deberían mostrarse sobresaltados como demócratas. Las peores tragedias comienzan minimizando su alcance, mirando para otro lado. No, no debemos subestimar la intolerancia. Como diría Benedetti, defender la alegría contra los cenizos.

*Doctor en Filosofía