La justificación que dio Dani Mateo después de las críticas que recibió su sketch en El intermedio dan la medida de la trascendencia del humor cuando intenta transmitir un mensaje y, en cierta manera, es la constatación de unos tiempos en los que nuestra sociedad se plantea los límites de la libertad de expresión, especialmente cuando se refiere a asuntos políticos. El humorista quiso «demostrar que, cuando los ánimos están muy caldeados, las banderas se vuelven más importantes que las personas y esto es peligroso». Efectivamente, el hecho de sonarse con la bandera española, después de haber propuesto el prospecto de Frenadol como «el texto que realmente crea consenso», ha generado una avalancha de críticas, amenazas personales y anuncios de retirada de contratos publicitarios que nos hablan sobre todo de una crispación innecesaria en unos momentos en los que el diálogo es capital.

Países con una larga tradición democrática como Estados Unidos o Gran Bretaña no contemplan la injuria o incluso la quema de la bandera como delito, porque la libertad de expresión es un derecho que tiene que estar por encima de los símbolos, con respeto hacia las personas. Las recientes noticias sobre el caso Valtònyc, más allá de compartir o no sus letras, también nos informan del despropósito de matar moscas a cañonazos. El ejercicio de la libre expresión es un valor esencial de un Estado democrático. Y es nuestro deber defenderlo contra quienes querrían coartarlo.