Ante la presentación en el Congreso de los Diputados diversas iniciativas legislativas sobre la eutanasia y el suicidio asistido, el tema vuelve ser actual en la opinión pública. Para hacer social y legalmente aceptable la eutanasia, muchas veces se manipula el lenguaje. Se llama muerte digna a lo que no es sino la eliminación de un ser humano; se juega con el miedo ante el sufrimiento antes de la muerte o se suscita una falsa piedad con el que sufre, que no lleva al compromiso con él, sino a su aniquilación. La eutanasia es siempre una forma de homicidio, pues implica que un hombre da muerte a otro.

La Iglesia siempre ha considerado que la eutanasia es un mal moral, una grave violación de la ley de Dios y un atentado a la dignidad de la persona. Cosa distinta a la eutanasia o al suicidio asistido es aquella acción u omisión que no causa la muerte por si misma o por la intención, como son la administración adecuada de calmantes, aunque puedan acortar la vida, o la renuncia a terapias desproporcionadas, que retrasan indebidamente la muerte.

La eutanasia es ajena al ejercicio de la medicina y a las profesiones sanitarias, que siempre se rigen por el axioma de «curar, al menos aliviar y siempre acompañar y consolar». El artículo 36.3 del Código de Ética y Deontología Médica de la Organización Médica Colegial española afirma que «el médico nunca provocará intencionadamente la muerte de ningún paciente, ni siquiera en caso de petición expresa por parte de éste».

Al defender la dignidad de toda vida humana no vamos contra nadie; se trata de cuidar de toda vida humana hasta su final natural. Se trata de respetar la vida de todo ser humano y su verdadera dignidad. Porque la vida humana tiene su origen y destino en Dios, es digna siempre, también la de los débiles, enfermos, discapacitados o ancianos.

*Obispo de Segorbe-Castellón