La negativa del gobierno de Nicolás Maduro a admitir que hay una oposición al chavismo y que esta resultó vencedora en las elecciones legislativas del 2015 está llevando al país a un desorden institucional mayúsculo que se suma a la grave crisis social y económica en la que está sumido un país, por otra parte enormemente rico en materias primas. Si la anulación el pasado jueves de las competencias de la Asamblea Nacional (Parlamento), elegida democráticamente, y su traspaso al Tribunal Supremo de Justicia controlado por el chavismo permitía hablar de golpe de Estado, la marcha atrás dada este sábado por aquel mismo tribunal anulando aquella orden dictatorial pone de manifiesto la naturaleza de una clase dirigente inepta y deslegitimada.

Que una alta institución del Estado como es el Tribunal Supremo se preste a decir hoy una cosa y mañana la contraria indica el grado de degradación política a la que ha llegado aquel país en el que los líderes opositores están en la cárcel y los ciudadanos se encuentran con las estanterías de los supermercados vacías mientras la inflación suma tres dígitos. Todos los esfuerzos externos por desbloquear la crisis mediante una negociación entre Gobierno y oposición están fracasando, desde los emprendidos por el Vaticano hasta la mediación llevada a cabo por José Luis Rodríguez Zapatero. El inmovilismo del régimen parece abocar al país hacia la peor no-salida que es la del enfrentamiento violento.