En un texto delicioso --Elogio de la lectura-- el conocido crítico y escritor Alberto Manguel hablaba del “extraño sentimiento de intimidad compartida, de sabiduría regalada, de maestría del mundo a través de la palabra” para referirse el placer de leer, “puesto que la lectura es una de las formas más alegres, más generosas, más eficaces de ser conscientes”.

Volvió Sant Jordi, que se presentó primaveral, y con él la recuperación anual de una tradición que antepone la cultura a cualquier otro discurso, que se erige de nuevo como símbolo de la convivencia en una jornada que celebra también una alegría colectiva, antídoto, aunque sea momentáneo y concreto, de los días grises de la crisis. Una crisis que se ha cebado, por descontado, en el mundo de los libros, de la edición y la comercialización, con graves problemas en el sector de la distribución y de las librerías, con descensos en las ventas, con la todavía incierta presencia de las publicaciones digitales y con una piratería que empieza a emerger también aquí.

Aun así, Sant Jordi llega para ahuyentar al menos por unas horas los fantasmas de la depresión con una dosis de vida civilizada en la que los ciudadanos se sienten más libres, más conscientes. Una buena válvula de escape.