Desde mi infancia ya tenía mi propio diagnóstico. Yo mismo me puse la etiqueta DiMeDi. Un término que no figura en ningún manual de diagnósticos.

Yo defino DiMeDi como Disposición Mental Diferente. Nunca fui consciente de padecer ninguna patología psíquica. La melancolía y la manía eran y siguen siendo una constante en mi vida diaria.

De repente mi cabeza me empezó a hacer trampas, se empezaban a dar cita en mi interior diferentes señales psicóticas, salpicadas por una angustia de tal envergadura que impedían domesticar mis impulsos.

Me afeaba la conducta lo que, obviamente, hacía prácticamente imposible el ejercicio laboral propio de mi profesión de manera normal, y mucho menos competitiva, donde impera un riguroso repertorio básico de capacidades. Esos momentos de pesadumbre simulaban la agonía de saber de antemano la aparición de un brote, sumado a la impotencia de no poder evitarlo. Ahora entiendo por qué el Prozac se vende cinco veces más que la Viagra.

Transcurrido el episodio melancólico me inundaba la manía. Cabalgaba a caballo entre la euforia y la angustia. Daba saltos de canguro desde la depresión exagerada hasta la injustificada alegría. Sufría y sufro cambios emocionales que se alternan de manera caprichosa y con diferente intensidad demasiadas veces.

La repetición prolongada y excesivamente radical de los citados síntomas desembocaron en problemas de cohesión social, que se traducirían en bajas laborales e incómodas situaciones relacionales que alimentaban mi propio aislamiento. Gozaba de una visión del mundo personal e intransferible.

Mi familia, luego de años de sufrimientos me instó a pedir ayuda especializada y comulgar con un riguroso tratamiento, como quien compra la felicidad en una farmacia. Me costó visitar al psiquiatra. Tenía miedo que la prescripción facultativa hiciera mella en mis hábitos mundanos, pero el coste social de la patología ya había borrado mi sonrisa. Ya no tenía nada que perder. En mi rostro la felicidad y la tristeza se confundían por momentos.

Ante semejante desgaste opté por la solución de que un especialista expropiara mi personalidad. Mi esposa y mis hijos se lo merecían. La tristeza de mis ojos siempre la indulta la sonrisa de mis hijos, por ellos valía la pena someterme a los efectos secundarios que lleva tatuados cualquier receta.

Acepté a regañadientes mis flaquezas y entendí, con el tiempo, que no existe ningún consejo clínico-biológico que no llevara aparejado ninguna renuncia al placer. H

*AFDEM