Vivimos tan deprisa que engullimos noticias como los pollos, sin masticar. El exministro Jorge Fernández Díaz escaló hace unos días al dudoso olimpo de los trending topic tras desvelar una conversación con Benedicto XVI en la que el entonces Papa le revelaba -en el inicio de todo el follón del ‘procés’- que «el diablo quiere destruir España porque siempre ataca a los mejores». Y recomendaba humildad, oración, sufrimiento y mucha devoción a la Virgen María como remedios infalibles.

Ignoro si Rajoy rezó poco o pensó en practicar un exorcismo colectivo a dos millones de independentistas, pero está claro que su ministro no le transmitió -o no conocía por aquella época- la fórmula mágica. Tal vez esa ignorancia explique por qué el presidente renunció a arremangarse para hacer política de verdad y delegó en jueces y policía la gestión de la crisis. O por qué su ministro urdió maniobras chapuceras y peligrosas para presentar con cuernos y rabo, como todo demonio que se precie, a figuras destacadas del nacionalismo catalán. Algunas de las cuales, por cierto, no necesitaban inspiración, ni divina ni maléfica, para desacreditarse, porque ya habían decidido sustituir la negociación y la ley por el esoterismo y la fe. Se apoyaron en la calle, en las emociones y en el engaño, y a todos -a los de aquí y a los de allí- les acabó por estallar la crisis en mitad de la cara.

Y ASÍ estamos: divididos y enfadados. Y con gente en la cárcel. En fin, sé que las palabras de Jorge Fernández Díaz generaron un alud de memes y bromas. Pero no tengo claro que esa deba ser la única respuesta. Trump es un filón para los humoristas y pocos de sus adversarios se lo tomaron en serio; Johnson es un bufón vocacional que se ha colado en la foto a golpe de chiste y de mentira; Bolsonaro dice y hace cosas que parecen carne de reality. Pero ahí están. No, que ese hombre tuviera mando sobre policías y guardias civiles y se sentara en el Consejo de Ministros no es ningún chiste. Es para hacérnoslo mirar.

*Periodista