La escalada de la violencia en Estados Unidos a partir de la muerte el pasado lunes, a manos de la policía de Minneápolis, del ciudadano negro George Floyd devuelve la imagen de una sociedad muy dividida, gobernada por un presidente irresponsable, dispuesto a todo para hacerse con la reelección el próximo 3 de noviembre. Mientras las turbulencias en la calle ya suman dos muertos en Detroit y en Oakland, se multiplican las manifestaciones en muchas ciudades y se movilizan diferentes cuerpos policiales y la Guardia Nacional, Donald Trump se dedica a calentar los ánimos mediante su pródiga difusión de mensajes en Twitter en busca de la victoria a través del caos, de propagar la idea de que su continuidad en la Casa Blanca es el único camino para dominar a los revoltosos.

Lo cierto es que lo sucedido en Minneápolis, recogido en vídeo y conocido por todo el mundo a través de las redes sociales, no es más que la última prueba de que la epidemia del racismo está lejos de haber sido controlada, de que los dos mandatos de Barack Obama no cauterizaron ninguna herida. Antes al contrario, alimentaron el deseo de revancha en muchas comunidades, con una cultura racista muy arraigada, que vieron llegada su hora en noviembre del 2016 con la victoria de un candidato republicano de extrema derecha. La reacción de Trump ha confirmado a los xenófobos en sus previsiones: las autoridades de Minneápolis tardaron cuatro días en detener al policía que provocó la muerte de Floyd, las organizaciones de derechos civiles se vieron desbordadas por la ira de la calle y el Despacho Oval alentó el recurso a la mano dura después de episodios condenables.

Nada es demasiado original en esta crisis, pero nunca antes, en una situación parecida a la protesta en curso, resultó más preocupante el comportamiento presidencial. Nunca antes, por concretarlo en hechos, un candidato a la reelección recurrió tan burdamente a activar las bajas pasiones en la creencia de que así podrá contrarrestar los más que previsibles daños electorales derivados de la desastrosa gestión de la pandemia -más de 100.000 muertos-, de las incógnitas que se ciernen sobre el futuro de 40 millones de parados causados por la congelación de la economía y de nuevas pruebas de la injerencia rusa en la campaña del 2016. Una operación de propaganda que completan el renovado hostigamiento a China y la retirada de la OMS, dos pasos más de Trump en su grosera impugnación del statu quo internacional.

El mensaje que emite Trump va dirigido al votante blanco muy conservador, a la llamada América profunda y a la clase media muy castigada por la salida de la crisis del 2008, porque fue el conglomerado electoral que le dio la victoria hace cuatro años. No hay más objetivo a la vista mientras arde la calle y se consagra una constante histórica en las cárceles de Estados Unidos: el 40% de los penados son negros, aunque esta comunidad solo representa el 13% de la población. Una consecuencia de lacerantes desigualdades sociales que afloran con agresividad creciente cuando se dan casos como el de Minneápolis.

Es improbable que Trump cambie de estrategia, aunque algunos de sus asesores electorales teman una movilización similar del voto negro en favor de Joe Biden a la que hubo en el 2008 en apoyo de Obama. Es más que probable que lleven razón quienes piensan que la elección presidencial se decidirá en una docena de estados y que en algunos de ellos serán necesarios algunos votos negros. Pero Trump ha ido demasiado lejos en lo que lleva de presidencia para congraciarse momentáneamente con quienes ve como sus enemigos, al mismo tiempo que muchos de sus adeptos son de la opinión de que la igualdad racial fue demasiado lejos. Un parecer que Trump seguramente comparte a juzgar por muchas de sus destempladas declaraciones en momentos de crisis como los de ahora.