Las palabras del director de la Agencia Mundial Antidopaje (AMA), Craig Reedie, son definitivas, durísimas, concluyentes y no admiten excusa: «El dopaje ruso ha ultrajado el deporte durante demasiado tiempo». Es la consecuencia final de una práctica que el propio Estado viene desarrollando desde hace años -al menos entre el 2011 y el 2015- y que ahora la AMA ha castigado con una rotundidad desconocida hasta el momento en el mundo de la competición de alto nivel. Cuatro años sin participar como país en cualquier acontecimiento deportivo, algunos tan destacados, por citar algún ejemplo, como los Juegos Olímpicos del 2020 o los Juegos de invierno y el Mundial de Fútbol del 2022. Un castigo ejemplar del que solo se salvarán los deportistas, a título individual, que puedan acreditar fehacientemente su inocencia y que, en cualquier caso, no podrán participar bajo la bandera de Rusia.

Todo empezó con la confesión, en mayo del 2016, de Gregory Rodchenkov a The New York Times. El encargado de todo el entramado del dopaje ruso, en el que se han visto involucrados desde el Ministerio de Deportes hasta los servicios secretos (FSB, la antigua KGB), reconoció las prácticas fraudulentas que luego confirmaron los dos informes McClaren, encargados por la AMA y hechos públicos a lo largo del 2016 bajo el título de Metodología de los positivos que desaparecen. Las cifras son devastadoras y afectan, como mínimo, a todas las competiciones de nivel celebradas en estos años negros. Además, la sanción actual viene dada por la reiterada tendencia por parte de las instituciones rusas a la manipulación, a negarse a proporcionar los datos brutos de los análisis y a ocultar los casos de dopaje positivos, a pesar de los controles internacionales y de los continuos requerimientos. El COI evitó el veto general en los Juegos de Río, aun conociendo el contenido del informe McClaren: solo la IAAF (Federación Internacional de Atletismo) prohibió el concurso de la selección nacional. Pero después hubo 118 eliminados por dopaje en distintos deportes.

Lo que Rusia ha hecho estos años (cambios de orina o cócteles de sustancias para sortear con engaños los controles de anabolizantes) es una combinación de chapuzas y enredos a lo James Bond, con un resultado fatal. Sobre todo porque más allá de los episodios concretos que se dan en el mundo del deporte, esta vez se trata de un conglomerado de intereses orquestados por el propio Estado, algo inaudito y que nos retrotrae a las prácticas habituales (silenciadas y oscuras) de la época soviética en los países del Este.

Las autoridades rusas tienen en este momento un margen para poder recurrir al TAS (Tribunal de Arbitraje del Deporte) y ya hablan de una «histeria antirrusa» para tratar de defender sus intereses. Pero la «conspiración institucional» denunciada por la AMA y ahora asumida como tal por las instituciones internacionales no parece ofrecer dudas. Viene a sumarse a la política de confusión, oscurantismo y manipulación habitual de Putin. Esta reacción severa en un conflicto con muchas ramificaciones políticas y geoestratégicas va más allá del mundo del deporte.