Hay navidades cercanas, lejanas, tristes, abrumadoras, ruidosas, hilarantes. Navidades luminosas, oscuras, plenas, vacías. Fiestas que marcan los últimos días del año, que llenan las calles de luces, y de sombras, de atronadores villancicos y agobiantes símbolos navideños, fetiches de una felicidad que se persigue. Navidades copiosas que deslumbran y que, simultáneamente, pueden apagar todas las luces. Navidades que agotan, que se imponen sin la posibilidad de escapar, que insisten en la vida que no existe, en la felicidad que existe y en la no deseada. Navidades de excesos indecentes que sobrepasan y ofuscan. Navidades ausentes y solitarias que se sientan a la mesa en silencio. Hay navidades tristes y muy tristes. Fiestas que duelen en muchas casas, en demasiadas vidas. Navidades que aprietan hasta asfixiar porque son más días de sufrimiento, escasez, pobreza, injusticia, desigualdad.

Hay navidades infantiles, inocentes, soñadoras, esos días en los que una sonrisa ilumina el aire y se convierte en el mejor regalo. Día de Reyes que hemos transformado en celebraciones de la abundancia, sin la magia necesaria. Celebramos lo que somos y no somos, lo que tenemos y no tenemos. Y cambiamos de año pretendiendo ser mejores, impulsados al cambio, a la construcción de ese imaginario del peso ideal, los sentimientos ideales y las buenas intenciones. Pero los deseos se esfuman con las burbujas del cava tras cumplir con el ritual de la fiesta. Hay quienes mudan de piel cada año para no salirse de las casillas de este juego. Y hay quienes sienten este paréntesis como una catarsis que purifique el ambiente.

Nada cambia cuando se apagan las luces. Volvemos, un año más, a retirar las guirnaldas, belenes y la música celestial. Volvemos a la angustia cotidiana de los días que corren sin tregua. Regresamos a esa realidad que nos gusta y a esa otra realidad que nos espanta. Anhelamos salud, amor, sosiego y firmeza en el nuevo año. Brindamos por la buena convivencia, por la buena estrella. Intentamos espantar la incertidumbre, los malos augurios.

Pero hay momentos en los que seguimos siendo lo mismo, esa masa que avanza con los ojos cerrados, ese ensayo de la ceguera que un día nos enseñara José Saramago y que nos recuerda la importancia de vivir con la mirada y las manos siempre abiertas.

*Periodista