Cuesta no sentir inquietud y tristeza ante la sentencia que condena a Juana Rivas a cinco años de cárcel y a ser privada de la patria potestad sobre sus hijos durante seis años. Inquietud porque no ha tenido en cuenta la denuncia por malos tratos interpuesta por Rivas hace dos años. Y tristeza porque esa forzada separación de sus hijos es lacerante. Terrible para tantas mujeres atrapadas en situaciones similares. El caso es complejo y no puede soslayarse que la expareja de Rivas ya había sido condenada por maltrato en el 2009. Es evidente que Rivas cometió un delito al huir con sus dos hijos. Creyó que la fuerza de la opinión pública bastaría para defenderla. Y no ha resultado así.

Más allá de los entresijos del caso, resulta significativo los recelos que la condena ha generado. Imposible no relacionarla con las últimas y cuestionadas sentencias por violación. Es urgente dotar a la justicia de una mirada de género. La violencia machista es una tragedia estructural que requiere respuestas particulares. Si no existen, solo crece la desconfianza. Cabe dar prioridad a la protección de la víctima. Los ritmos de la justicia son trágicamente lentos. Las órdenes de alejamiento no frenan el horror. Muchas mujeres maltratadas se ven obligadas a entregar los hijos a su verdugo. La sentencia sobre Rivas dice alto y claro que huir no es la solución. Pero ¿cuál es? Si la justicia no se convierte en refugio para las mujeres, las condena a la indefensión.