La problemática en lo que se refiere a la interrupción del proceso educativo de niños y jóvenes a causa de la pandemia es variada. Y los temores y las incertidumbres de los padres aumentan en el periodo que estamos viviendo de desescalada. Más aun, si cabe, con la perspectiva de un nuevo curso (el que tendría que empezar en septiembre) que genera muchas dudas, puesto que implicará una tensión añadida a la conciliación familiar. Con la previsión de un retorno paulatino al trabajo de los padres y la permanencia de unas normas de seguridad estrictas, el panorama será complicado. La ministra de Educación, en contacto con los respectivos gobiernos autonómicos con competencias exclusivas, ya ha advertido de que las escuelas e institutos «tendrán la mitad del alumnado en las aulas, si no hay vacuna». No parece que la vacuna esté operativa en septiembre, con lo que inevitablemente se tendrán que tomar medidas para organizar los centros educativos de una manera inédita, con un 50% en las aulas y un 50% en casa, por turnos. Este escenario es uno de los más preocupantes en las familias. Obligará a encontrar soluciones más imaginativas de las que se han visto ahora.

Por lo pronto, en esta desescalada actual --pendientes todavía de cuándo y en qué territorios se hará efectiva la fase 1 en función de los datos de la epidemia-- ya se han levantado quejas, por parte de los sindicatos, en el sentido que proponen dedicar el esfuerzo organizativo a la estructuración del próximo curso en contra de una obertura parcial de los centros (para los alumnos de infantil y de los cursos que impliquen un cambio de nivel o la preparación de la selectividad) antes del verano.

Después de casi dos meses con las escuelas cerradas, van emergiendo experiencias de todo tipo, positivas y negativas, en el proceso educativo. En general, ha significado una puesta al día muy notable de los centros y los profesionales que han basado su trabajo en una labor de seguimiento emocional y de consolidación de conocimientos y habilidades, al mismo tiempo que han tenido que adaptar currículums y proponer tutorías o clases de acompañamiento. Pero la casuística es diversa: estrés por una acumulación de tareas y por la adecuada combinación entre el teletrabajo y la labor docente, dificultades a la hora de imponer una rutina normal (tanto entre docentes como en las familias), la ya conocida brecha digital que incide en los más desprotegidos, y la asunción de responsabilidades, por todas las partes, que no entraban en lo previsible, sin contar con el nerviosismo que se vive por las incertidumbres económicas.

El progresivo retorno a una cierta normalidad laboral topará con la vigente excepcionalidad escolar. Ahora y en el próximo otoño. Y no solo será un problema de compaginación horaria, sino que también afectará a la manera de afrontar desde el inicio de curso qué tipo de educación se proporcionará a los alumnos. ¿Se dará por bueno el uso generalizado de herramientas tecnológicas o se replantearán instrumentos más convencionales?

Los expertos avisan de las consecuencias psicológicas que este periodo excepcional va a ocasionar en los menores. La escuela no es solo un lugar de aprendizaje sino también un espacio donde se teje la socialización y donde debe practicarse la equidad, garantía de más oportunidades para el futuro. Este no es un asunto menor y también deben tenerse en cuenta.