Pasaportes sanitarios, escáneres biométricos, códigos que muestren la trazabilidad de nuestros movimientos, cartografías de nuestras relaciones, escrutinios sumarísimos de nuestra credibilidad como sujetos inmunes… esto, probablemente, es el mundo que nos aguarda. Un mundo que, aunque suene a tal, ya no es ciencia ficción. Ya es más ciencia que ficción. Y solo se trata del principio. La inteligencia artificial y el dictamen de los algoritmos predictivos han comenzado a inspirar y liderar las acciones de diferentes gobiernos en el mundo para combatir esta pandemia.

Asia, que ya nos aventaja en tantas cosas, muestra un camino más eficiente para afrontar un reto desconocido hasta ahora por la humanidad. Su liderazgo tecnológico, objeto de las recientes pugnas comerciales con los Estados Unidos, ejemplifica escenarios de intervención para los que Occidente no estaba preparado. Hasta hace bien poco, las consideraciones éticas sobre las diferentes formas de asimilar el enorme desafío que entraña la Inteligencia Artificial, ofrecían una evidente disparidad de enfoques. Divergencias en función de las distintas idiosincrasias y rasgos culturales y políticos del mundo. El uso y la gestión de los datos son percibidos de forma disímil en Oriente, Estados Unidos o la vieja Europa. Los datos son el petróleo de la economía digital y la obtención, procesamiento y gestión de los mismos, la piedra angular del modelo de sociedad que queramos construir.

Dicen que Asia no discute ni alberga remordimiento sobre la hegemonía del poder del estado sobre los individuos. Incluso más allá del régimen formal existente en términos políticos. Desde la República Popular China a Taiwán o Singapur, se asume culturalmente la cesión de soberanía a favor del ente superior. Japón precisaría una consideración aparte. En los Estados Unidos los datos son materia mercantil. Los datos se insertan en la lógica del mercado y del consumo. Los datos cotizan en bolsa, nunca mejor dicho. Y en Europa, se duda. Europa lleva años dudando. La gran ausente en la reconfiguración del orden mundial. Otrora referencia del progreso en todos los ámbitos de la vida humana, hoy reedita sus cismas como en sus horas más bajas. Llega tarde, mal y rota. Pero es Europa. La esperanza. Sí, a pesar de todo, la esperanza. Cuando termine de sacudirse la mirada endogámica del mundo y se restituya y cure en los altares de la humildad, cuando baje del pedestal marchito de la historia, podrá regresar. Regresar para mostrar un camino que permita reconciliar la imparable revolución tecnocientífica con la esencia del humanismo. El humanismo --made in Europa-- que teóricamente concede a todas las personas una dignidad absoluta. Necesitamos que la revolución tecnológica de los datos nos permita la mayor eficacia en la gestión del mundo (economía, emergencias, pandemias, crisis, sostenibilidad y lo que venga por delante) sin que ello nos lleve a vivir en una distopía. Un mundo cual Big Brother que irá arrebatando, hasta sus últimos reductos, nuestra menguada libertad blandiendo los estandartes de la seguridad común. Debemos dar cuanto antes con el algoritmo que lo reconcilie todo. Los datos deben ser como una carretera de doble sentido. La pista ya nos la dio Pericles hace unos 2500 años: La democracia debe proteger a los individuos de la arbitrariedad del estado. Que esa carretera nos permita reciprocidad en el control mutuo de todo. Tecnología y valores democráticos deben ser la respuesta creativa en esta encrucijada.

*Doctor en Filosofía