Querido/a lector/a, reconozco que nunca he sido nacionalista. Posiblemente porque nací y me crié en un ambiente de izquierda, de militantes clandestinos del PC y entre gentes que más que por la independencia de Cataluña se comprometían por el internacionalismo, las libertades democráticas, las contradicciones entre el capital y el trabajo, el Estado del Bienestar, etc. Aunque también señalo que otra de las razones es porque, en mi tiempo vital, que ya es mucho (tengo la suerte de hacerme viejo), la situación de Cataluña nunca fue comparable con la del Marruecos francés, la del Congo de los belgas o la de la Francia ocupada por los nazis.

En última instancia, y ya de mayor y con criterio propio, llegué a la conclusión, y aún mantengo, de que en un mundo con bloques planetarios presentes o emergentes, la mejor organización y solución no es que las más de 1.000 naciones sin Estado que existen hoy, se transformen en más de 1.000 Estados independientes. En cualquier caso, y si la cuestión existe y perdura hasta afectar permanentemente a la convivencia y la estabilidad política, soy partidario de que la gente, los pueblos, decidan sin trabas su futuro.

Pero si traigo el tema del nacionalismo y de la independencia a este rincón, es porque es un problema histórico y político: el del encaje de Cataluña en España. Y eso no se resuelve ni con manifestaciones ni con decisiones de los tribunales, sino con elecciones autonómicas que ayuden a conocer las fuerzas desde la política y el diálogo ¿Difícil? ¡Sí! Porque ningún representante del Gobierno de España ni el de Cataluña se sentará para romper la Constitución o traicionar la independencia ¿Imposible? ¡No! Existen fórmulas.

*Analista político