Este domingo en la Iglesia católica celebramos la Jornada Mundial de los migrantes y refugiados. El lema de este año, Como Jesucristo, obligados a huir , nos recuerda que el niño Jesús en la huida a Egipto experimentó, junto con sus padres, la trágica condición de migrante y refugiado. Hoy también son miles las personas que huyen del hambre, de la guerra y de otros graves peligros en busca de seguridad y de una vida digna para sí mismos y para sus familias. Jesús está presente en cada uno de ellos, obligados como Él a huir para salvarse. Estamos llamados a reconocer en sus rostros el rostro de Cristo, que nos interpela (cf. Mt 25,31-46). Si lo hacemos, le agradeceremos haberlo conocido, amado y servido.

La Iglesia y los cristianos estamos llamados por Jesús a acoger, proteger, promover e integrar a quienes por una razón u otra se ven obligados a salir o incluso a huir de su patria. Nuestra respuesta no puede ser otra que la que nos muestra Jesús en el Evangelio. Esto comienza por sentir verdadera compasión ante los miles de personas, que huyen ante la guerra y la persecución, o que tienen que buscar una vida más digna lejos de su país. No nos pueden ser indiferentes. No podemos habituarnos a su sufrimiento y a su precariedad. Hacerlo sería entrar en el camino de la complicidad.

Ante el fenómeno migratorio hemos de examinar sus causas y analizar los problemas de estas personas desde el punto de vista humano, económico, político, social y pastoral. Nos urge repensar las actitudes personales, eclesiales, sociales y políticas, y redoblar nuestro compromiso real y efectivo con ellos y sus familias. No son números; son ante todo personas con la misma dignidad sagrada que nosotros. Ellos nos interpelan; a veces se encuentran en nosotros con sospechas, temores y prejuicios que hemos de superar. Como personas humanas, los migrantes y refugiados se merecen acogida, respeto y estima; ellos, a su vez, han de respetar y reconocer el patrimonio material y espiritual del país que los hospeda. H

*Obispo de Segorbe-Castellón