La conmemoración del 75º aniversario de la liberación por el Ejército soviético del campo de exterminio de Auschwitz es un ejercicio necesario de memoria histórica a escala universal. Los 1,3 millones de personas que entre 1940 y 1945 cruzaron las puertas del infierno siguen siendo el testimonio mudo de la vesania nazi y, al mismo tiempo, la prueba irrefutable de hasta qué punto es posible que la maldad absoluta se adueñe del poder, alentada en muchos casos por personas cultas a las que la cultura no salvó de la barbarie.

Preservar la memoria del millón largo de seres humanos que perdieron la vida en las cámaras de gas --el 90%, judíos-- es una obligación moral de primer orden. Frente a la corriente negacionista que relativiza la operación de exterminio organizada por el nazismo o que simplemente sostiene que el Holocausto nunca se produjo, debe alzarse la voz del recuerdo. Frente a la proliferación en el presente de profetas de un nacionalismo y un populismo exacerbados, es una obligación ineludible alertar acerca de los peligros que acechan a la democracia, a los derechos humanos, al respeto por el diferente. Frente a la creencia ingenua de que es imposible que se repita un estado de degradación moral como el que distinguió al nazismo, es preciso alertar sobre los peligros que entrañan el crecimiento de las desigualdades, el control de la vida privada mediante las posibilidades que ofrecen las nuevas tecnologías y otros muchos reales o potenciales males sociales de nuestro tiempo.

«Después de Auschwitz, escribir poesía es un acto de barbarie» dejó escrito el filósofo alemán Theodor Adorno. En otro registro, el legado del intelectual judío italiano Primo Levi, que estuvo internado en el campo de exterminio, abunda en una idea parecida: la deshumanización del ser humano hasta límites inimaginables siempre es posible por obra del ensañamiento de los verdugos. La solemnidad de los discursos de estos días, singularmente los pronunciados en Israel, ha eludido otro aspecto no menos inquietante: que las víctimas o sus descendientes se conviertan en algún momento en victimarios y arremetan contra la dignidad de comunidades --la palestina, la rohinya, la kurda y tantas otras-- condenadas a soportar todos los días la arbitrariedad del poder.

Los soldados soviéticos que el 27 de enero de 1945 entraron en Auschwitz no liberaron solo el mayor de los campos de la muerte, sino que hicieron públicas las pruebas de hasta dónde la crueldad extrema se puede convertir en política de Estado. La banalidad del mal al que se refirió Hannah Arendt, su ritualización y burocratización hasta incorporarlo a la vida cotidiana como un elemento más resulta un riesgo permanente del que ninguna sociedad está a salvo. Las tentaciones totalitarias y el discurso del odio, todas las proclamas que prometen más seguridad a cambio de menos libertad conllevan este riesgo. Recordar desde la escuela y en toda ocasión qué significó el nazismo y por qué fue posible Auschwitz es el mejor antídoto para conjurar tal peligro.