Llegó el último mes de 2019 y las noticias sobre fenómenos meteorológicos extremos seguían ocupando lugares destacados en los espacios informativos de todos los medios de comunicación. Cuando no era una inundación, las temperaturas alcanzaban valores inusuales, con frecuencia olas gigantes golpeaban las costas, tornados, cambios bruscos de calor a frío o al revés se convertían en habituales. Pocos discutían que algo extraño pasaba con el clima, se calentaba el planeta y el grosor de capa de hielo de los polos se reducía, se fracturaban los glaciares, los coches arrojaban un volumen enorme de contaminación a la atmósfera, los mares se llenaban de plásticos y otros desechos. Voces de alerta se escuchaban más que nunca. La juventud se movilizaba y grandes marchas por el clima recorrían las principales ciudades del mundo. La Tierra estaba enferma y sus habitantes debían curarla. Una enfermedad que, debido al veneno de los contaminantes y a las catástrofes naturales, destruía silenciosa miles de vidas de sus pobladores.

En ese contexto de preocupación y protesta, tuvo lugar la Cumbre del Clima en Madrid, y Greta Thunberg, una admirable y ejemplar adolescente sueca, era su gran protagonista. Su voz enérgica se escuchó, como ocurriera en abril en la Eurocámara o ante cientos de miles de manifestantes en septiembre a las puertas de Naciones Unidas en Nueva York, o frente a la Casa Blanca, para denunciar que quedaba poco tiempo para frenar la emergencia climática. Que casi un millón de especies se hallasen al borde de la extinción, le daba la razón. Movida por una voluntad de acero, en pie ante el auditorio, denunciaba que «la esperanza está aquí con vosotros, no con los políticos». En un libro publicado el año anterior, Nuestra casa está ardiendo, su madre, Malena Ernman, relataba como Greta, con ocho años, se adhirió a la lucha contra el cambio climático. No se trataba de una causa de fundamentalistas de la ecología; ya en 2002, un político conservador, el presidente Chirac, dio la señal de alarma, empleando palabras similares: «Nuestra casa se quema y miramos hacia otra parte».

Por una vez, la Comisión Europea reaccionó ágil y bien. Su presidenta, Ursula von der Leyen, anunció el pasado enero un plan para la lucha contra el cambio climático, denominado Sustainable Europe Investment Plan, dotado con un billón de euros para el decenio de 2021 a 2030. Un Pacto Verde Europeo cuyo objetivo final era hacer de la Unión Europea el «primer continente en lograr la neutralidad climática en el año 2050», o sea, las emisiones de gases de efecto invernadero dejarían de producirse en dicho año. Un proyecto para cambiar de arriba a abajo las prioridades y los comportamientos de los europeos. La lucha contra la degradación del medio ambiente y el freno en la alteración del clima deberían alumbrar una nueva economía, sostenible, cuyo eje principal se hallase en la investigación y las innovaciones tecnológicas que impulsasen el valor de las universidades y la mejora de las condiciones de la vida de los ciudadanos, gracias a la generalización de las energías no contaminantes o el transporte limpio, barato y sano. ¿Una utopía? ¿Una nueva razón para aglutinar a los europeos en pos del conocimiento y los avances científicos, puestos al servicio del bienestar humano? ¿Serviría para curar la enfermedad del Planeta?

PERO EN BREVE una nueva amenaza mortal sacudió a la humanidad. Desde Asia, un virus descontrolado se extendía por los cinco continentes causando cientos de miles de muertos, y llevando el pánico a todos los rincones. Uno de los cuatro jinetes del apocalipsis, sobre los que escribiera Blasco Ibáñez en 1916, cabalgaba de nuevo por Europa. Encerrados en casa, pendientes del recuento diario de los que morían, sin otro remedio que la higiene o el alejamiento de los demás, cada uno de nosotros esperábamos que los vientos de la pandemia amainasen, mientras la medicina buscaba remedios y vacunas. Así estábamos en marzo y de esa forma hemos seguido hasta junio. Una enfermedad asola los países de la Unión Europea, la segunda que padecemos, pero esta no afecta al entorno en el que viven las personas, sino que ataca directamente su salud: la espantosa pandemia sanitaria.

Poco a poco, la salud pública empieza a recuperarse, la vida se reanuda, las calles dejan de estar vacías. Los laboratorios progresan en sus investigaciones y los sistemas sanitarios se ven más capaces de socorrer a los que se contagian, mientras se aguarda el remedio definitivo. Pero el perjuicio no se limita a la salud, muchos trabajadores pierden su empleo y los más vulnerables en los países del Sur de Europa forman colas para recibir su alimento como si fuese una limosna, ante el desprecio de algunos políticos miserables. La Comisión Europea, como hiciera en diciembre con la emergencia climática, propone un plan de Reconstrucción de Europa, su empleo y su economía, dotado de cuantiosos recursos. ¿Habrán aprendido la lección aquellos dirigentes del Norte de Europa del hecho de que el virus no se frena en sus fronteras ni respeta el virtuosismo del que presumen?

LA COINCIDENCIA de las dos pandemias debe aprovecharse para replantear la posición de Europa en el mundo global en el que seguiremos viviendo mañana. Europa ha de reformular su proyecto industrial y económico, centrándolo en el conocimiento, en la ciencia, en la educación. La acentuación de la decadencia de la era norteamericana puede dar pie a un reposicionamiento de Europa, en un nuevo liderazgo mundial, compartido con China y los Estados Unidos.

Como envolvente de las dos enfermedades que sufrimos, algunas partes de Europa sufren otra enfermedad más, de carácter social: la desunión, el anteponer el egoísmo o el sectarismo ideológico a la superación de las emergencias sanitaria y climática. No afecta a toda Europa por igual; es más, solo a una parte reducida, pero allí donde se incuba es demoledora, pues la unión en los momentos históricos de adversidad es el bien más preciado. El odio al que piensa diferente produce una gangrena social de difícil curación, una dolencia que puede volverse crónica. La imposición y la intolerancia nunca podrán extirpar el pensamiento libre y amordazar la fuerza de la Razón, pero, transcurridos los años, emergerá el inmenso daño producido.

*Rector honorario de la Universitat Jaume I