Diez años ha necesitado España para salir del procedimiento de déficit excesivo aplicado por la Unión Europea a los socios que superaron la barrera del 3% en las cuentas públicas. Desde el 23 de abril se esperaba el final de la tutela de los tecnócratas de Bruselas sobre el presupuesto, pero no por ello resulta menos relevante que el Gobierno recupere cotas de libertad económica de las que careció durante una década. La liquidación del presupuesto del 2018, aun quedando tres décimas por encima del déficit pactado --el 2,5% en lugar del 2,2%--, subraya a las claras el ajuste de los gastos del Estado a los parámetros prefijados, pero los compromisos contraídos para el año en curso y para el 2020 --el 2,3% y 2% de déficit, respectivamente--, dan pie a dudar de que puedan cumplirse.

Hay dos factores que deberá tener en cuenta el Gobierno de Pedro Sánchez al elaborar el próximo presupuesto: el ajuste estructural equivalente al 0,65% del PIB que recomienda la Comisión, poco inclinada a aceptar que es posible cuadrar nuevas partidas de gastos con nuevas fuentes de ingresos cuya viabilidad está en discusión, y la necesidad ineludible de dotar de forma suficiente aquellos programas sociales más perjudicadas por los reajustes de la crisis. Tan comprensible es que la UE reclame a España una política adecuada de inversiones públicas, acorde con una previsión de ingresos realista, como que un Gobierno socialdemócrata adquiera el compromiso de garantizar la continuidad y aun la mejora de algunos de los rasgos distintivos del Estado del bienestar: viabilidad de la pensiones, financiación de la enseñanza, atención a la ciencia, ayudas a los parados de larga duración, etcétera.

Ambos frentes serán forzosamente determinantes en las negociaciones encaminadas a lograr una mayoría en el Congreso que sostenga al próximo Gobierno. Sea cual sea la naturaleza final del pacto entre el PSOE y otras fuerzas, con Podemos en primer lugar, la política fiscal y el control del gasto estarán siempre sobre la mesa. La felicitación a España del comisario de Asuntos Económicos, Pierre Moscovici, es por demás explícita: nada es posible sin unas finanzas públicas sólidas. Ni siquiera para un país con un crecimiento sostenido muy por encima de la media europea, pero con una deuda pública equivalente al 97% del PIB y un endeudamiento privado que alcanza los 1,5 billones de euros. Todo va mejor, pero algunos riesgos siguen ahí.