La admiración que muchos vascos sentimos por el catalanismo de los años 80 y 90 del siglo pasado se debía a que había superado el nacionalismo fundacional, supremacista y excluyente, y desarrollado políticas que suponíamos inclusivas. Nosotros vivíamos el nacionalismo étnico del PNV y el terrorismo separatista de ETA. Cataluña era en aquellos años un paradigma de sociedad. Nadie desconocía los textos fundacionales del nacionalismo catalán donde se mezclaba la raza con la lengua, pero la acuñación del concepto de un solo pueblo y la consideración de los emigrados como los otros catalanes creó un nuevo y ejemplar espíritu social y político dentro de Cataluña.

Pese a las advertencias alarmadas de Josep Tarradellas sobre Jordi Pujol, creímos que el president de la Generalitat de1980 al 2003 había dejado de ser el hombre que escribió este ominoso párrafo: «Ese hombre andaluz anárquico y destruido, que vive en un estado de ignorancia y de miseria cultural, mental y espiritual (…) y que si por la fuerza del número llegase a dominar, sin haber dominado su propia perplejidad, destruiría Cataluña. Introduciría en ella su mentalidad anárquica y pobrísima, es decir, su falta de mentalidad». Luego hemos ido descubriendo que nunca dejó de ser el supremacista que fue. El independentismo, en los últimos años, se ha encargado de liquidar el catalanismo, ese magnífico modelo de integración en la sociedad catalana y de proyección colaborativa con el resto de España.

El supremacismo -como bien reitera Felipe González- se ha adueñado de la Cataluña independentista. Nadie mejor que Joan Oliver Fontanet, director que fue de TV-3 del 2002 al 2004 expresó esa falsa superioridad. Dijo: «Los españoles son chorizos por el hecho de ser españoles». La expresión supremacista está siendo, justamente, la televisión pública catalana que como escribía con acierto Ferran Monegal el pasado día 7 en este diario es la «mejor televisión privada catalana». Es un medio público que privatiza su programación en la endogamia secesionista y desprecia al resto de catalanes de una manera tan clamorosa como hiriente.

Ya se advirtió que el catalán no independentista era un «súbdito» (Jordi Turull, en agosto del 2017); ya se invitó a Inés Arrimadas a que se fuera de vuelta su Jerez natal (Núria de Gispert, en noviembre de 2017) y ya se proclamó que los españoles damos pena (Pere Soler, en julio del 2017). Se podría elaborar un florilegio de supremacismos, pero no merece la pena. Basta lo escrito para constatar que, por desgracia, el independentismo ha recuperado lo peor de todos los nacionalismos. Y que de aquel catalanismo inclusivo ha pasado a un secesionismo que se jacta de disponer en sus filas -y nunca mejor dicho: en la fila- a cantidad de apellidos de procedencia no catalana. Lo mismo ocurría en Euskadi: se exhibían apellidos castellanos, extremeños o gallegos en puestos gregarios del nacionalismo para mostrar su receptividad y razonabilidad. Está estudiado que en Cataluña la sobrerrepresentación de apellidos catalanes -el linaje es sustancial en el supremacismo-respecto de los más numerosos de los ciudadanos de la comunidad es realmente apabullante.

ES CIERTO QUE José Montilla, de cuna cordobesa, fue president (también un López fue lendakari) pero ¿haría falta recordar las frases que le dedicó Marta Ferrusola? Hagámoslo para quienes niegan el carácter supremacista del independentismo. Se preguntó a la dama si le molestaba que el president fuese andaluz, a lo que contestó: «Un andaluz que tiene el nombre en castellano, sí, mucho». No se cortó ni un pelo, pese a que Montilla era un ejemplo de integración. Para la esposa de Pujol era como «el Español de Cornellà» de Gerard Piqué.

El proceso soberanista -ese que a Serrat le parece ahora una «feria del disparate»- ha roto todo, ha estropeado todo, ha envenenado todo. Y ha hecho regresar al nacionalismo-separatismo al siglo XIX, a aquel romanticismo malsano de lo propio frente a lo ajeno, a la dialéctica del ellos y el nosotros. Que Felipe González lo subraye es conveniente y responde a una constatación de una realidad que quedó plasmada en el hecho insólito de que en una sociedad hegemonizada por el nacionalismo, haya sido Ciudadanos el primer partido el 21-D. Porque sus electores -y los de los otros partidos no independentistas- tienen la pituitaria muy sensible ante el alarmante complejo de superioridad de los aniquiladores del catalanismo inclusivo. Los súbditos, los chorizos, los que dan pena, parece que se han plantado.

*Periodista