Hemos empezado el verano junto al mar y de forma instintiva me veo iluminado por recuerdos de otros veranos. Pongo por ejemplo el nombre del que fuera en otro tiempo, otros veranos acompañado de Lorenzo Ramírez, el muy brillante escritor Francisco García Pavón, que tantos años pasó a la orilla de nuestro mar, donde escribió alguna de las novelas de Plinio, incluida aquella de Las hermanas coloradas, en los años sesenta y setenta. Claro que todos sabéis que, poco tiempo después de aquellas estampas bucólicas que de Benicàssim relató en la revista Publicaciones Españolas, del Ministerio del Turismo, parecía que iban a aparecer gran número de hoteles y residencias, de locales para todo tipo de espectáculos, para convertir, en suma, una ciudad tranquila y familiar en el torbellino y bullicio de permanente trasiego y tan a gusto de otro tiempo gentes y familias.

Pero el hecho cierto es que, este año, espero que seguiré construyendo mis torres y castillos de arena con los que juegan las olas del mar, al tiempo en que me detengo a observar allá al fondo, en el horizonte, el humo de los barcos, que tantas noticias nos aporta y tantos deseos de seguir viviendo a nuestro aire.

Digan lo que digan, de otros tiempos o de tiempo presente, las playas de Benicàssim quedarán siempre como un bello museo del verano de los años veinte con su clima seco, regado por la luz marina.

El ayuntamiento de Benicàssim nos impulsa a ello con la organización de la campaña de la Belle Époque, tan oportuna para el mes de septiembre de cada año.

En otro orden y como es costumbre hablar de mí mismo, que es de lo que sé un poco, digo que un leve incidente en el estado de mi salud, hizo acercarme con mi tarjeta sip al consultorio Vila-Mar, en la pinada de la carretera de Barcelona, para que me atendiera el médico de guardia. El hecho es que quien me llamó llegado mi turno, fuera una doctora, la médico doña María del Carmen González-Espresati, doña Carmela. Y todo fue especial desde entonces, con la tarjeta y mi cara que ha hecho conocida este espacio del periódico, ella supo de inmediato quien era yo. Yo supe quien era ella cuando me dijo la enfermera que se trataba de doña Carmela. Lo cierto es que los recuerdos de un tiempo pasado que nos asaltaron a los dos, convirtió aquel acto médico en algo entrañable. Y es que se trata de la nieta de mi admiradísimo y muy respetado don Carlos González Espresati, director del puerto y presidente de la Sociedad Castellonense de Cultura. Don Carlos me había hecho el honor de nombrarme su librero de cabecera y tuve ocasión de visitar su piso familiar en el Paseo de Ribalta, junto a la Farola. Y allí conocí a su nieta, la singular niña Carmelilla, un fiel retrato de su abuela doña Carmen de Burgos, hija de un ministro, con su aire andaluz de Huelva, tan amable y encantadora. La vida es tan mágica, que el hecho de reconocernos, de recordar aquel tiempo pasado y de su gran profesionalidad, consiguieron que no hiciera falta receta alguna para que yo saliera de allí curado y feliz, en busca de El humo de los barcos. Y de la barbacoa a la que ha sido invitado. Por cierto, se dice que cuando Cristóbal Colón se la encontró cuando llegó a Haití y desde entonces se ha convertido en parte esencial de las comidas entre grupos de amigos al aire libre. La acción ya es conocida en todo el mundo. En Benicàssim también, claro. Y es que a esta acción de poner carne o pescado sobre unas brasas o una parrilla a todo el mundo le sabe igual de rico. De todas maneras hay quien al nombrar la barbacoa dice que el nombre tiene su origen en el siglo XVIII, en Canadá, para nombrar aquella acción de asar un animal desde «la barba hasta la cola».

Son cosas que se aprenden a la orilla del mar, cuando te encandilas con el humo de los barcos.