Más de 800 personas asesinadas, miles de heridos, casi un centenar de secuestros y una sociedad, la vasca, enfrentada y dividida por profundas cicatrices que tardarán mucho tiempo en sanar. Ese, y no otro, es el legado que la banda terrorista ETA deja a la historia. La fecha del viernes 4 de mayo quedará marcada como aquella en la que ETA dejó de existir, y para ello organizó un «encuentro internacional de ratificación» en el palacio de Arnaga, en la localidad francesa de Cambo-Les-Bains. Pero ETA había sido derrotada mucho antes, por el Estado de derecho y la democracia. Acorralada, perseguida por las fuerzas de seguridad del Estado y la justicia, y repudiada por gran parte de la sociedad vasca, ETA se vio obligada a iniciar el proceso de reconocimiento de la derrota.

Se ha tomado su tiempo (el «cese definitivo de la violencia» fue el 20 de octubre del 2011), pero la mejor prueba de que su única capacidad de influencia era la muerte y el dolor es que desde aquel anuncio los sucesivos pasos que fue dando tuvieron una repercusión menor de la que cabría esperar. Por muchos eufemismos, autojustificaciones y vocabulario tortuoso que utilice, la banda terrorista no era más que una organización criminal que parasitó un conflicto que, si bien tenía raíces políticas, no justificaba ni explicaba ni contextualizaba ni una sola gota de la copiosa sangre derramada. Es por este motivo que en la hora de la desaparición oficial de la banda terrorista es de justicia honrar a las víctimas, a todas ellas, y no solo a las que selectivamente recuerdan los terroristas. Demasiadas personas vieron sus vidas rotas por el zarpazo etarra, y muchas más tuvieron que vivir en el ambiente de terror creado por los terroristas y también por su entorno. El perdón que pidió la Iglesia vasca marca un camino que otros deberán transitar.

Con la disolución de ETA «se dan las condiciones para acordar y dar los pasos que abran definitivamente una nueva etapa de convivencia», como afirmaron el lendakari vasco, Iñigo Urkullu, y la presidenta del Gobierno de Navarra, Uxue Barkos, en un comunicado conjunto en el que recordaban el insoportable dolor infligido a las víctimas. El adiós de la banda terrorista deja tareas pendientes y algunas lecciones en el largo camino que tiene la sociedad vasca por delante. Un asunto primordial es el de la dispersión de los presos, caballo de batalla del nacionalismo vasco. El Gobierno de Mariano Rajoy insiste en que no va a haber cambios en una política penitenciaria concebida como una herramienta más en la lucha contra la banda terrorista. Ahora que ETA ya no existe son muchas las voces que sostienen que la política de dispersión ya no tiene sentido. Ciertamente, bajo el paraguas de la lucha antiterrorista se tomaron (y se aceptaron social y políticamente) decisiones que toca repensar bajo las premisas del Estado del derecho. Una democracia que fue capaz de derrotar a ETA sin concesiones políticas debería sentirse lo bastante fuerte como para afrontar decisiones que contribuyan al proceso de reconciliación al que se referían ayer mismo Urkullu y Barkos.

La historia de la lucha contra ETA tiene sus lados oscuros, desde el GAL y los excesos policiales hasta la utilización partidista de las víctimas, pasando por la banalización del terrorismo como forma de desacreditar ideas políticas. Rajoy y el PP no fueron una oposición leal en materia antiterrorista, y ahora exhiben un músculo retórico que en ocasiones carece de la visión de Estado que asuntos como este requieren y que otros gobernantes sí han demostrado, tanto en España como en otros países.