El desenlace sin daños irreparables de la epopeya vivida por el Open Arms en aguas del Mediterráneo no debe tranquilizar las conciencias y dejar a los gobiernos satisfechos, porque pone de relieve que han jugado con fuego durante casi dos semanas habida cuenta de los riesgos corridos, incluido un temporal en mar abierta. De hecho, los 147 migrantes a bordo del barco han estado durante días sometidos a los caprichos del azar, a la inoperancia de las instituciones europeas y a la mezcla de oportunismo y cinismo exhibidos hasta el último minuto por el ministro italiano del Interior, Matteo Salvini, a quien solo la determinación de un juez ha parado los pies y ha invalidado el decreto que impedía a los náufragos del Open Arms tomar tierra en la isla italiana de Lampedusa.

Que seis países de la Unión Europea, entre ellos España, hayan aceptado hacerse cargo de los migrantes es lo menos que cabía esperar de una organización que se precia de defender los derechos humanos. Es menos halagüeño que tal aceptación se haya producido después de un largo periodo de estériles discusiones, durante las que proliferaron los argumentos tendentes a justificar la inoperancia europea, sin que nunca se mencionara la primera de las obligaciones que impone la ley del mar: socorrer a quien lo precisa. Conviene tener este dato presente porque el Ocean Viking, con más de 300 migrantes, se halla en una situación extrema en medio del mar.

Los socios europeos no deben seguir eludiendo la necesidad de establecer un mecanismo estable, fiable y de estricto cumplimiento porque los flujos migratorios no cesarán en sentido sur-norte mientras las guerras, las desigualdades y la ausencia de futuro hagan de Europa el destino elegido en busca de una vida mejor. Tampoco deben seguir citando a Libia como parte principal para abordar el problema: se trata de un Estado fallido, incapaz de garantizar la seguridad dentro de sus fronteras y mucho menos de abordar una crisis de grandes dimensiones que se prolongará en el tiempo. Y aún menos deben remitirse los estados europeos a actuaciones en los países de origen de los migrantes, como si pudieran tener efectos inmediatos, cuando, en realidad, solo se notarán a medio y largo plazo allí donde sea posible aplicarlas. Seguir con tal enfoque sería poco menos que someter la acción europea a la demagogia de la extrema derecha, que ha encontrado en la crisis migratoria un caladero de votos al que a buen seguro no renunciará.