El movimiento olímpico vive estas semanas una de aquellas sacudidas que ponen en juego su credibilidad. Porque el Comité Olímpico Internacional (COI) debe decidir en los próximos días sobre el veto a la delegación rusa en los inminentes Juegos de Río con el precedente de la decisión del Tribunal de Arbitraje Deportivo (TAS). El organismo mantuvo la suspensión contra la federación rusa de atletismo decretada por la internacional (IAAF) a raíz de un gran escándalo de dopaje. La decisión del TAS fue el episodio posterior a la reciente publicación de un informe encargado por la Agencia Mundial Antidopaje. En él se acusa a Rusia de dopaje de Estado en los Juegos de Invierno de Sochi, que organizó, y, en general, entre el 2011 y el 2015. La situación nos aboca a una crisis como la de los boicots de Moscú-80 y Los Ángeles-84, como avisa Vladímir Putin. Pero el presidente ruso tiene delante a un dirigente como el mandatario de la IAAF Sebastian Coe que fue una estrella de aquellas citas. Hoy es abanderado de la lucha contra la lacra del dopaje, y más si hay detrás planes de Estado de una gran potencia deportiva. Pese a la dureza de apartar a bastantes justos por culpa de muchos pecadores, el deporte y el movimiento olímpico están obligados a ser inflexibles.