Cuando Javier Rubiales, presidente de la Federación Española de Fútbol, anunció el cambio de formato de la Supercopa y la celebración de la final a cuatro en Arabia Saudí, intentó justificar una decisión ciertamente polémica, tanto desde el punto de vista organizativo como desde una perspectiva ética, con argumentos tan delirantes como este: «Vamos a colaborar con el fútbol saudí para servir de herramienta de cambio social y se van a beneficiar hombres y mujeres». Bajo la apariencia de estas buenas intenciones se esconden los intereses económicos de la propia RFEF y de los clubs participantes (con el ingreso de 120 millones de euros en tres años), la disputa con la LFP por el intento de universalizar el negocio del fútbol español y el intento de la monarquía saudí por lavar su imagen, deteriorada tanto por el quebrantamiento de derechos humanos como por asuntos como el asesinato de Jamal Khashoggi.

El reciente otorgamiento de visados turísticos para visitar el país, las tímidas medidas que levantaron las prohibiciones a las mujeres de conducir o de asistir a estadios y el empuje mediático de eventos como esta propia Supercopa intentan blanquear una monarquía feudal que se sustenta en la discriminación sexual y social. Deporte y política vuelven a protagonizar un episodio en el que el nombre del campeón será, al fin, lo menos importante.