Día sí, día también, no paran de salir noticias que hablan de las pésimas condiciones laborales a las que están sometidos los empleados de algunas empresas, cuyas marcas son popularísimas y la petan dentro de lo que podríamos entender como empresas modernas, adaptadas al modelo del nuevo comercio, aquel que implica toda aquella falsa proximidad conseguida a golpe de respuesta rápida y buen rollo comunicativo en las diferentes redes sociales.

El marketing en las redes es un temazo: es indiscutible que, ante este, hemos caído a cuatro patas como si nuestros cerebros hubieran hecho tabula rasa después de décadas de bombardeo publicitario por otras vías (vallas, radio, televisión, mailing físico…). Es como si al haber un nuevo soporte (el digital), nuestra capacidad para identificar una estrategia que antes no tardábamos ni un segundo en despreciar como «propaganda» se hubiera evaporado.

Viendo los anuncios que campan por Instagram, por ejemplo, uno no puede dejar de preguntarse cómo demonios puede funcionar eso. Basta con frecuentar cuatro o cinco cuentas de perfiles similares para identificar las campañas dirigidas a promocionar productos concretos: el mismo día, las mismas caras hablando de una misma marca con sendos discursos idénticos y la misma manera de enseñar el botecito mientras te ofrecen el mismo descuento si, deslizando hacia arriba, entras en ese mismo momento a la web del anunciador.

Las marcas utilizan también redes para limpiar su imagen cuando transciende, vía redes también, su mala praxis en lo referente a las condiciones laborales en las que trabaja su plantilla de empleados: los anónimos, los de producción. Pero parece que eso no lo compramos. La pregunta es: teniendo toda la información al alcance de nuestros ojos, ¿por qué parece que estamos dispuestos a quedarnos con la publicidad de una empresa y no con la denuncia que hacen las personas que trabajan para ella? ¿Por qué compramos antes una mentira pagada que el discurso de alguien que clama por estar dignamente remunerado? H

*Librera