El juicio por la salida a bolsa de Bankia vivió ayer una especie de cara a cara entre Miguel Ángel Fernández Ordóñez, gobernador del Banco de España cuando se produjeron los hechos que se juzgan, y José Antonio Casaus, el inspector jefe del organismo en el banco, que advirtió de la mala salud de las cuentas del banco y vaticinó que acabaría nacionalizada, como así sucedió en mayo del 2012. Casaus se reafirmó en las advertencias que hizo entonces y defendió su profesionalidad. La defensa de Fernández Ordóñez, por su parte, se basó primero en tratar de desacreditar al inspector y después en argumentar que fue la crisis, y no lo precario de sus cuentas, lo que hizo que Bankia se desplomara. «Por muy bien que se construya un puente un terremoto lo puede derruir», dijo Fernández Ordóñez para referirse a la recaída de la crisis entre el 2011 y principios del 2012 que, a su juicio, fue «inesperada y repentina».

Llama la atención oír al responsable del máximo organismo supervisor bancario declararse tan sorprendido por la recesión como cualquier otro ciudadano. También sorprende la pobre opinión profesional sobre Casaus, pese a que, a diferencia de Ordóñez con la recaída, este sí supo ver que Bankia se encaminaba hacia el desastre. Y no es un desastre cualquiera, es una quiebra clave para entender la profundidad de la gran recesión española, una crisis cuya factura no pagaron quienes no vieron o no escucharon las advertencias sobre Bankia, sino los ciudadanos.

La huelga de los taxistas de Madrid y Barcelona discurrió ayer por unos cauces razonables. Los piquetes no tuvieron que protagonizar escenas complicadas como en otras ocasiones porque el apoyo a la protesta era ampliamente mayoritario en el sector y dejó a las ciudades sin uno de sus medios de transporte esenciales. De manera que, en estas circunstancias, la protesta ha servido para lo que se proponía: dar a conocer los problemas de un sector al que, como otros pero de manera más intensa, le están cambiando aceleradamente las reglas del juego, cosa que afecta a sus ingresos, a sus condiciones de su trabajo, a sus previsiones de jubilación y a su rentabilidad.

El servicio de taxi ha sido históricamente fuertemente regulado porque era la manera de garantizar un servicio público esencial. Se han restringido el número de licencias, se han impuesto condiciones exigentes en materia de seguridad y se han regulado los precios. A cambio, la regulación estatal ha impuesto límites a las alternativas al taxi como el alquiler de vehículos con conductor (VTC). Este marco regulador, que en casos aislados ha amparado puntuales abusos de algún miembro del colectivo, entró en crisis con la oleada liberalizadora de la ley ómnibus del 2009, trasposición de una directiva europea. El resultado fue la eliminación de los límites a las licencias VTC que las comunidades no aplicaron y que una ley posterior abolió. Pero, entretanto, 3.000 solicitudes de licencias VTC quedaron pendientes y ahora la justicia obliga a concederlas. Los taxistas no se fían de la administración ni de los nuevos operadores pero deberían dar una oportunidad al diálogo tras una protesta mayoritaria y modélica que les ha hecho más fuertes.