Un día estábamos a la mesa, comiendo, cuando una de mis hermanas protestó por algo.

-Estas son las normas de esta casa -dijo mi padre-, al que no le gusten, ya sabe dónde tiene la puerta.

Yo salté como un muelle:

-A mí no me gustan.

Y me levanté y me fui. ¿Adónde? A ningún sitio. Debía de tener 15 o 16 años. Era verano en Madrid y mi huida debió de producirse a eso de la tres de la tarde. Podías morir bajo aquel sol que caía a plomo. Soñé con un país lleno de bruma. Cerca de mi casa había un descampado muy bueno para dar patadas a las piedras. Es lo que hice durante varias horas: dar patadas a las piedras. Odiaba a mi padre por pronunciar aquella frase.

Me odiaba a mí por haber respondido y me preguntaba cómo salir de la situación sin perder del todo la dignidad adquirida con aquel portazo que creía haber dado a la familia y que era el primero, en realidad, que le daba a la vida.

Al anochecer, deshecho por las emociones y por aquel ir y venir pateando el suelo, regresé al hogar. Mi familia estaba a la mesa, dando cuenta de unas judías verdes. Con la cabeza agachada, me dirigí a mi silla y comencé a comer de mi plato, que estaba servido, como esperándome. Nadie dijo nada. Tras la cena, escuchamos un poco la radio y luego nos fuimos a la cama. Desde entonces, he dado varios portazos a la existencia por no estar de acuerdo con sus normas. Pero siempre, al caer la tarde, he vuelto resignadamente a las normas. Y así será, supongo, hasta que dé el portazo último: el del féretro. H