De vez en cuando escuchamos en los medios de comunicación las relaciones, los lazos o los vínculos tan especiales que tienen los animales con los seres humanos, bien sean sus cuidadores, puede que con sus amos, sus familias, en convivencia, en general.

Aquel perro que permaneció en la tumba de su dueño fallecido hasta que él mismo murió; el que recorrió medio país para localizar a su familia… y así miles de noticias que nos encogen el corazón al escucharlas o leerlas y nos hacen pensar sobre la fidelidad de los animales hacia las personas.

Pero rara vez llegan a nuestros oídos noticias sobre las relaciones de las personas con las plantas. Esta relación simbiótica se ha mantenido en el tiempo desde hace varios miles de años, muchísimo tiempo.

Ya es sabido que la simbiosis es una palabra del mundo de la biología como una asociación de individuos animales o vegetales, de diferentes especies, sobre todo si los simbiontes sacan provecho de la vida en común, se aprovechan de eso.

Ambos, personas y plantas tenemos ADN, dependemos de la luz, del agua, del oxígeno, somos organismos celulares y en definitiva ambos somos seres vivos.

Y cuento todo esto por un ficus, un árbol ficus que saludaba todos los días cuando bajaba a la playa de l’Almadraba o salía a dar una vuelta por el paseo marítimo que va desde el Torreón al Voramar, playa donde todos los días y todas las noches veo a mi padre, Salvador Bellés, construyendo sus torres de arena y viendo pasar el humo de los barcos acompañado siempre por algún ser humano con el que planta sus días vividos y sus noches soñadas.

Ficus al que cada día del verano notaba algo diferente, y es que se le iban cayendo sus hojas. El árbol, de la especie Ficus Elástica, es una especie perennfolia, es decir hoja perene, por lo tanto, algo le estaba ocurriendo. Cada día que pasaba asomaban sus raíces aéreas e iba perdiendo su porte majestuoso. En el suelo centenares de hojas ovaladas se marchitaban ayudadas por el calor del verano hasta que, un día, ya casi a finales de la temporada el ficus se quedó sin hojas y se secó definitivamente. Se murió.

Según me cuenta algún vecino, la dueña de Villa Elvira, es decir, doña Mari Carmen Roig se puso enferma y durante ese verano se apagó definitivamente. Su ficus majestuoso, de seis o siete metros de alto, ya no tenía a quien dar sombra. Así que poco a poco el árbol dejaba de oír su voz, sus elogios, sus cuidados, sus canciones… su vida, en suma.

Aquellas canciones me recordaban tantas cosas. Decían aquello de:

¿Quién me va a entregar sus emociones?

¿Quién me va a pedir que nunca le abandone?

¿Quién me tapará esta noche si hace frío?

¿Quién llenará de primaveras los meses de enero y bajará la luna para que juguemos?

¿Quién me va a curar el corazón partido?

Eran una música y unos versos que llenaron mi corazón desde hace más de 20 años.

Actualmente, atención, he visto rebrotar una hoja, solo una, pero tan hermosa que parece ser que han cambiado las cosas, que hay nuevos propietarios de la Villa Elvira. Nueva vida, nueva convivencia.

Mi padre, Salvador Bellés, nos leía muy a menudo, a sus cuatro hijos, unos textos poéticos de Raúl Ariza. Decían:

Siempre he oído hablar de la existencia de paraísos inventados, de puertos soñados donde fondear y quedarse. Así que he oído hablar de estas playas, de aquel contacto entre dos pieles. He oído el eco de sonrisas complacidas, miradas de embeleso...